Los entrenadores de fútbol se cuentan por millones. Hay tantos como aficionados a este deporte. O más. Cualquiera que se precie es poseedor del sistema táctico más apropiado para su equipo y, por supuesto, de la alineación más idónea para desarrollarlo. Ya no digamos nada de los catedráticos en esta ciencia absolutamente inexacta y paranormal, que saben de fútbol más que el que lo inventó, aunque, alguno, hasta hace cuatro días, lo más redondo que había visto en su vida eran sus propias pelotas. Ante tamaño expansionismo, no es de extrañar que, cansados de tanta competencia desleal, los verdaderos técnicos, los profesionales, esos que cobran -y bastante bien- por desarrollar esa función, se vean en la necesidad, de vez en cuando, de marcar territorio y dar un golpe de autoridad. Aquí mando yo, y el que más sabe de esto es un servidor, que nadie lo olvide, vienen a decir. Ese día la pifian. Dejan de lado los conocimientos y pasan a ejercer la arbitrariedad para demostrar su poder. Le sucedió a Emery el sábado. Y ha puesto la zanahoria delante del carro de sus antagonistas.