Nadie podrá acusar al Valencia de ser deshonesto consigo mismo. Muy al contrario. Ante Osasuna, volvió a ser fiel a los principios que vienen marcando su trayectoria a lo largo de la temporada: desastres defensivos continuados y trastornos arrítmicos de indolencia. Asentado sobre esos dos firmes pilares, no es de extrañar que el domingo, el equipo abandonara el viejo Sadar sin plumas y cacareando.

Frente a un rival indigente en recursos ofensivos, la retaguardia valencianista volvió a pasar los consabidos apuros. Tuvo que ser otra vez Guaita, con un par de intervenciones comprometidas, quien evitara un castigo mayor. Como modelo de esa hecatombe defensiva que Unai Emery aún no ha logrado resolver, tenemos a Mathieu. Sus acometidas atacantes por la banda enardecen a la grada, pero restituido a la función fundamental de su demarcación, se transforma en una calamidad. Cualquier zaguero medianamente preparado, tiene siempre presentes tres referencias a la hora de contener: el balón, el rival y el compañero. A Mathieu, como mucho, le alcanza para estar pendiente de una de ellas, que normalmente suele ser el balón. Al adversario le pierde de vista con una ceguera aterradora y de sus socios se desentiende. Sólo le queda el balón. Así le va. Entre los rivales, ya sean españoles o del resto del Planeta, es un clamor que la banda izquierda del Valencia presenta graves fisuras. Obviamente, por ahí le buscó Osasuna las cosquillas. Y, por supuesto, se las encontró. Encima, el lateral francés dificilmente acaba los partidos. Su resistencia equivale a la de un cigarrillo encendido: corta. Sustituirle antes del final se ha convertido en norma de obligado cumplimiento. Que le renueven.

El prototipo de los arrebatos de desidia que con harta frecuencia sufre el equipo, es el meninfot de Ever Banega. Al Sadar saltó con tiempo suficiente por delante para que, ante un rival ya muy desgastado, intentara enderezar el partido. Pero la cosa no fue con él. Se limitó a dar pasecitos atrás o en horizontal, de manera que un simple recurso, lo convirtió en solución definitiva. Su actuación volvió a ser fraudulenta. Aquel zascandil que hace un tiempo presumía de haber sido el padre de su fichaje —y cuyo nombre pasó, afortunadamente, al olvido— ya no va cacareando por ahí sus profundos conocimientos futbolísticos. Dios nos libre de su sabiduría. Y, ojalá, a su protegido, la Copa América le proyecte al estrellato. El mercado se ha puesto muy exigente.

En fin, como quiera que un bochorno mayor que el padecido ante el Real Madrid, resulta inimaginable, lo peor para el VCF ya ha pasado. Pero, visto lo visto, mucho me temo que lo malo todavía está por llegar.