Tanto Unai Emery como Pep Guardiola habían apelado a la perfección futbolística para poder tumbar al adversario. Como ninguno de ambos equipos ganó, cabría deducir que al partido cabe ponerle reproches. Nada más lejos de la realidad. Fue un choque magnífico, intenso, alegre y vibrante. Mestalla vivió la noche del miércoles un estupendo espectáculo, protagonizado por el líder del torneo y el vigente campeón. Cada contendiente puso todo de su parte para imponerse al rival y, a la vez, impedir que el otro asentará sus reales sobre el campo.

El encuentro arrancó con un compendio de heterodoxias futbolísticas. Empezando por Emery, que volvió a proponer -ya lo repitió otras veces la pasada temporada- como extremo zurdo a un lateral disidente de sus labores defensivas; en su lugar, colocó a un antiguo extremo nato, al que Unai ha reconvertido en carrilero de largo alcance. Entre ambos, Mathieu y Jordi Alba, abrieron un boquete de considerable tamaño en la zaga barcelonista. Sobre todo el francés, que con sus acometidas, fabricó dos goles y dio otro cantado que todavía nadie se explica como lo pifió Soldado. Hasta el descanso no taponó Guardiola esa vía de agua, producto de la otra herejía de la noche: encomendarle toda ese banda de alto voltaje valencianista, a un solo jugador, Dani Alves, cuya vocación ofensiva es tan admirable como reprochable su instinto bronco y marrullero.

De ambas disidencias tácticas surgió un partido imperfecto pero espléndido, que cualquiera mereció ganar. El Barça sacó a relucir los mejor de su joyero, obligado por un Valencia que, mientras le duró la batería, protagonizó su mejor actuación del actual curso. Pero el campeón le exigió un esfuerzo titánico para poder ejecutar la presión adelantada, así que cuando se le agotaron las pilas, el Valencia cedió el mando. Entonces, el partido ganó en interés, y acabó por todo lo alto.

Lástima que el Madrid volvió a resfriarse en El Sardinero. El fútbol español está enfermo. Todos al hospital.