No había hablado con él en mi vida, pero la primera vez que me presentaron a Miljan Miljanic, ya parecía que habíamos tomado sopas juntos: me abrazó efusivamente y me llamó por mi nombre de pila. Así continuó después, con ese trato tan afable, cada vez que nos volvimos a ver, aunque hubieran pasado meses. Se comportaba igual con todo el mundo, con tal cordialidad, que resultó inevitable que le colgaran más medallas de las que le correspondieron, tanto en vida, como ahora en los elogios fúnebres que se le están dedicando. Se hace difícil hablar mal de un tipo tan afectuoso y campechano, tan próximo, siendo como era una celebridad del fútbol mundial.

Al Valencia llegó en plena debacle de la temporada 82-83 (aquella que acabó con el milagroso gol de Tendillo al Madrid, que evitaba el descenso en una rocambolesca última jornada de Liga), para sustituir al decapitado Manolo Mestre. El presidente Ramos Costa le fichó desde la grandeur que le caracterizaba y si se descuida, hunde al VCF en el descenso. Tras cuatro meses sin levantar cabeza, fue destituido. Pasieguito, sabio como siempre, recurrió a Koldo Aguirre, un técnico con menos cartel pero más práctico, que logró evitar el desastre. Seguramente, si M.M. hubiera llegado en verano, con tiempo para planificar y desarrollar sus ideas futbolísticas, habría triunfado. Pero en la peligrosa situación en que se hallaba aquel Valencia, se precisaba más de un médico taurino que taponara la hemorragia, que de un cirujano plástico que adecentara al moribundo.

Miljanic fue un estudioso del fútbol que con el dinero y los medios del poderoso estado yugoslavo, desarrolló sus ideas. Pero en el Valencia le sucedió lo mismo que a su compatriota Circic en el 75 (que ya entonces vino con un preparador físico, Milosevic, y un entrenador de porteros, Nedelcovic). Ambos entrenadores se dieron de bruces con la dura realidad que exigía más práctica y menos teoría, más currelo y menos public relations. De estas, Miljanic anduvo más que sobrado.