La prensa sensacionalista del Reino Unido –el país al que ansía volver, ya que ni el más iluso de los madridistas desconoce el plan preconcebido de su entrenador de aguardar a la jubilación de Sir Alex Ferguson para hacer realidad su sueño nunca oculto, el banquillo de Old Trafford– bautizó a José Mourinho con el apelativo de «The Special One». Año y medio después de su llegada a Madrid, y tras el último fracaso estrepitoso esta misma semana ante el Barcelona en el Bernabéu, cabe preguntarse qué tiene de especial un entrenador incapaz de cuestionarle el número uno de la pizarra a Guardiola y al Barça la hegemonía en el pasto.

José Mourinho, entrenador de pasado brillante y presente lleno de oscuridades y pendencias, le está metiendo el dedo en el ojo al madridismo, con el consentimiento explícito de un Florentino Pérez que en el pecado de su entreguismo ciego al técnico portugués lleva la penitencia de estar predestinado a pasar a la historia del club como el presidente de la menor productividad al mayor gasto, un estigma imperdonable para un empresario de éxito.

Para desgracia de la afición blanca, Mourinho ha conseguido que lo más clásico de los clásicos sea el resultado: haga lo que haga el Madrid, siempre los gana el eterno rival.

La ida de Copa frente al Barça desnudó las vergüenzas del entrenador al que se ha otorgado más poder de la historia del club blanco, un poder omnipotente y omnímodo, incuestionable, sin paliativos, dictatorial incluso. Un equipo que a lo largo de un siglo ha vivido un permanente idilio con la pelota se conformó el miércoles con una miserable posesión del 28%, seguramente la más ruinosa de su extensa historia.

Nunca se había visto sobre el césped de Chamartín una alineación tan ultradefensiva, tan rotunda de músculo como escasamente dotada de cerebro. El paradigma de ese exceso de fuerza bruta carente de masa gris es Pepe, un jugador descerebrado al que había que jubilar o condenar a trabajos para la comunidad en horario de jornada deportiva. Lo del central reconvertido en centrocampista de demolición por el genio estratégico de su jefe clama al cielo.

Cuando Pepe juega la tinta de la publicidad de la camiseta del Madrid se extiende por el impoluto blanco hasta mancillarla. Cada minuto que este jugador siga perteneciendo a la plantilla blanca supone una década de oprobio para los valores del madridismo. Pero no lo echarán: lo defiende Mourinho. ¿Qué es Pepe si no la extensión en el campo de la marrullería y la falta de escrúpulos de su entrenador?

Tan defensivo fue el engranaje ideado por Mourinho para limitar la creatividad innata del Barcelona que en algunos momentos no pareció que el Madrid había puesto un autobús en la línea del área de Casillas, sino una flota entera. Ocho reculando, el guardameta de pelotero, y dos a correr como descosidos. Y aún así, al portugués le sobrevino un nuevo roto, un siete inapelable, a manos del enemigo visceral, que le tiene tomada la medida.

Con el añadido de la "genialidad" de sacarse de la manga un once con suplentes y jugadores fuera de forma y de sitio. En su infinita soberbia, el técnico debió pensar que podía plantar cara al coloso azulgrana con Altintop, suplente de suplentes, en el lateral derecho; con Coentrao –un lujo inconcebible de 30 millones de euros que sólo se entiende en el hábito iluso del portugués por todo lo que huele a luso- en el izquierdo; con Pepe de secante de Messi en la medular, y con el abuelo Carvalho de regreso de una larga lesión, llegando a deshora a todos los tiempos. Debió cavilar el portugués que si con semejante engendro conseguía derrotar al campeón de Europa, su gloria táctica se elevaría altanera sobre las laderas escarpadas del Olimpo futbolístico.

Pero en su proverbial altanería, el míster que cautivó a Florentino para tenerlo ahora cautivo es incapaz de reconocer que se ha equivocado, que ha metido otra vez con el Barça la pata hasta el corvejón. En ese aspecto, Mou parece dirigente del PSOE: es incapaz de acometer el menor asomo de autocrítica.

Ha fracasado en los fichajes (qué diferencia con la rentabilidad de los acuerdos del Barça con Cesc y Alexis); ha abierto frentes contra el madridismo en el estamento arbitral y en la UEFA que acabarán pasando factura al club que le paga generosa soldada; ha mantenido ante los medios informativos una frecuente actitud chulesca y displicente que no concuerda con los patrones de elegancia de la Casa Blanca; y sobre todo, ha sido incapaz de dinamitar la dictadura blaugrana, ejercicio para el que fue contratado y para el que pusieron en sus manos un buen puñado de millones, tirados, por lo visto, a la basura.

El técnico portugués, ególatra, soberbio, pendenciero y bronquista, ha hecho sin pudor alguno bandera de actitudes que pisotean hasta enfangarla la enseña señorial del madridismo, que tal vez ya no exista, enterrada por Florentino Pérez –otro salvapatrias– en la cripta de Almansa donde reposan los restos de Santiago Bernabéu. Que a estas horas se estará revolviendo, de horror sin duda, en su tumba.