Para lo malo, el Valencia se repite. Para lo bueno, no tanto. Contumaz en el error, se empeña en echar por la borda, en los instantes postreros de los partidos, las ventajas que tanto le cuesta adquirir. Con el Valencia en juego, los encuentros de fútbol parecen de baloncesto: casi siempre se deciden en los segundos finales. Con el Valencia no hay minutos de la basura que valgan. O, en todo caso, son los que transcurren entre el pitido inicial del árbitro y el minuto 90. A partir de ahí, el tiempo de descuento nos depara grandes emociones, ya que en él suele decidirse la suerte final de la contienda. Así ha ocurrido con algunas remontadas favorables pero, desgraciadamente, también así viene sucediendo con relativa frecuencia en favor de los rivales. Sin ir más lejos, este domingo, en los siempre verdes campos de Sport del Sardinero. Con el Valencia, no puede respirar uno tranquilo hasta que el árbitro no da el pleito por zanjado.

Lo cual es una prueba del desgobierno que caracteriza el fútbol del equipo, que, como diría Di Stefano, juega a empujones, a rachas. Se echa en falta un jefe que tome el mando sobre el campo. No lo hay. Banega sigue siendo muy intermitente. Así que habrá que ponerse en guardia ante la confrontación copera de mañana ante el Barça, un equipo que controla los choques al detalle.

La vocación atacante de Unai Emery sigue imprimiendo carácter a su Valencia, incapaz de cerrar un marcador con suficiencia. Se sigue arrastrando la deficiente estructura defensiva del equipo. Este año, con la presencia de Rami y Víctor Ruiz se ha mejorado ostensiblemente en el aspecto individual, y sobre todo en el juego aéreo. Pero en el trabajo colectivo que implica que un equipo apenas conceda ocasiones de gol, este Valencia, que antaño fue un modelo a imitar, ahora deja mucho que desear. De ahí su escasa fiabilidad, que está poniendo a prueba las constantes cardíacas de le peña, todo el partido viviendo en un ay.