Los más viejos recordarán la sensación. La familia en torno al televisor; la emoción y el desconcierto del niño que está descubriendo el mundo, y Jesús Hermida contándoles que aquello que aparece en la imagen entre fino grano y rayas es un hombre hollando la nueva frontera de la humanidad. El día que Armstrong pisó la luna el Llevant estaba en Tercera.

No me quito la imagen de la cabeza porque así es como me veía, junto a mi familia, anoche a las nueve, cuando arrancó el partido. Viviendo con ilusión un tanto naif el inicio de una nueva era; la conquista de otra meta para un club que en los próximos 40 años (ojalá sean menos) no elucubrará sobre volver «a Primera como en el 63», sino sobre aparecer otra vez en un bombo junto a equipos de nombre impronunciable.

El instante en que los granotes emergieron en el Fir Park simbolizó un nuevo salto en la historia de este club que ha atravesado tantos desiertos persiguiendo imposibles. Pese a todas las adversidades imaginables. De algún modo, la foto se equipara a las del Llevant cabanyalero que en 1926 jugaba por primera un partido del Campeonato de España contra el FC Barcelona; o a la del debut en Primera, en 1963, contra el Español. Medio siglo después, el levantinismo amplía sus límites, entra en otra dimensión y se fija un nuevo horizonte. Esta reflexión íntima sobre mi equipo quedó escrita antes de que el partido arrancase. En realidad, el marcador era lo que menos me importaba, en un momento así. Me preocupaba más el rito, archivar el momento para transmitirlo. Quizá por eso escribo por anticipado.

Intenté ver a Ballesteros pisar Europa a través de una señal pirata, con la imagen congelándose cada minuto y en un pequeño recuadro de la pantalla del ordenador. Al final, nos sentamos en torno a la radio. E imaginé que, como en el 37, seguíamos en la distancia y de forma semiclandestina a un equipo que hace historia con apenas un puñado de testigos mientras el mundo sigue a lo suyo.

Material para la literatura de un club inmortal.