Con la insensibilidad que últimamente se reserva para estos trances, el Valencia CF despidió el domingo a Ignacio Eizaguirre, un referente del club y, seguramente, el segundo mejor portero de su larga historia, tal como reconoció en su día Cañizares, no sé si por convicción o por simple cumplido. El caso es que después de Andoni Zubizarreta, sin duda el guardameta más grande, con mejor palmarés personal y más dilatado historial que ha pasado por Mestalla, figura Eizaguirre en segundo lugar. Por eso merecía algo mas que el frío y protocolario casi forzado homenaje que se le rindió el domingo. Los aficionados más señeros, se sintieron defraudados por el escaso realce que tuvo la despedida a uno de los emblemas del club, sobre todo si la comparamos con otras rimbombantes manifestaciones de duelo dispensadas a gentes de mucho menor relieve deportivo y trascendencia social que Iñaki.

Porque Eizaguirre no solo fue un excepcional guardameta, cuyos méritos relataba este lunes, en estas mismas páginas Julián García Candau, sino que además, tras su marcha del club a su Donosti natal, mantuvo una vinculación permanente con el cap i casal. A través de la familia Raga de Catarroja, sus eternos anfitriones en Valencia, Iñaki y su mujer volvían cada otoño a Valencia para cumplir con el ritual: ir a almorzar con Pasieguito, y salir a cazar a la Albufera con Tonico Puchades. Así fue hasta hace poco. La última vez que vino, Iñaki se acercó a comer al Maipi, sancta sanctorum del valencianismo, donde dio buena cuenta de un all i pebre. Una vez más, Gabi Serrano, actuó de maestro de ceremonias y nos convocó a unos cuantos periodistas. Fue allí donde a Vicent Chilet, que le entrevistaba, le regaló Eizaguirre un titular inolvidable: «¿Quién se pone guantes para acariciar el cuerpo de una mujer?» se preguntaba ante la sonrisa cómplice de su esposa.

Y, en efecto, con la retirada de Eizaguirre y también con la del recientemente fallecido Antoni Ramallets, su competidor y amigo en la selección, se acabó una hornada de porteros elegantes, pintureros, de planta impecable, que se adornaban en los vuelos tras la pelota y ofrecían composiciones artísticas a los fotógrafos. Pero que no solían usar guantes. Eizaguirre era un figurín, que sobre el campo obsequiaba a la grada con espectaculares palomitas, y fuera de él, las encandilaba a todas. Todo un galán de la época.

Tras él y Ramallets comienzan a surgir bajo los palos, porteros de otra estirpe. Se acaban los lujos y los adornos y se impone la austeridad, el magro y el ascetismo. El modelo de ese nuevo estilo es José Ángel Iribar, enjuto, desgarbado, siempre uniformado de negro, que no hace ni la más mínima concesión a la galería. Se enguantan unas manoplas enormes, que parecen escudos antimisiles, con las que envuelven la pelota en todas sus dimensiones. Son otro especie de porteros, que casi nada tienen que ver con estos clásicos, ya casi desaparecidos, a los habría que rendirles el cariñoso homenaje que se ganaron. Pero no. Al menos en el VCF, se empeñan en escatimárselo.