Mucho menos preocupados por el exceso de radiación nuclear que por la carencia de cuartos de un país, los miembros del Comité Olímpico Internacional acaban de conceder a Japón los Juegos del año 2020, en detrimento de España. Poderoso Caballero es Don Dinero, decía muy juiciosamente Quevedo hace ya unos cuantos siglos.

Los japoneses, devotos del trabajo y el ahorro, aportaban, en efecto, un fondo de cerca de 4.000 millones de euros disponibles para usar «a partir de mañana mismo» es decir, de anteayer en el caso de que las autoridades olímpicas se inclinasen por su candidatura. Frente a tan sólido y contante argumento, España sólo podía ofrecer su reconocida capacidad para endeudarse. Parece lógico que el Comité prefiriese el pájaro en mano a los cientos que pudieran andar por ahí volando.

Expertos en la técnica de la corrupción y el cohecho, los gobernantes españoles podrían haber optado por sobornar a los integrantes del Comité que, a fin de cuentas, son seres humanos con su corazoncito y su bolsillo. Se ignora si renunciaron a usar esa experiencia o si, dada la circunstancia, los eventuales sobornados se resistieron a la mordida. El caso es que la votación mayoritaria que muchos daban por hecha a favor de la sede de Madrid devino finalmente en el fiasco conocido por todos.

Contra la candidatura nipona jugaba el reciente terremoto que hace poco más de dos años fue el preludio de un arrasador tsunami que, a mayores, provocó una inquietante fuga radioactiva en la central de Fukushima. La alarma ante una posible calamidad de orden atómico fue más grande en Europa que en el propio Japón por razones fácilmente explicables. Un alto comisario de la Unión Europea se encargó de atizar entonces la ansiedad con declaraciones en las que un día hablaba de la inminente llegada del Apocalipsis y al siguiete vaticinaba «eventos catastróficos en las próximas horas». A Günter Öttinger, que así se llama el profeta, sólo le faltó fijar el minuto exacto del fin del mundo; aunque luego supiésemos que su única fuente de información procedía de la lectura matinal de los periódicos.

Como quiera que sea, el fantasma de la radiación ha resultado menos dañino de lo que se pensaba para los intereses nipones. Por el contrario, los japoneses acabarían haciendo de la necesidad virtud, al demostrar que son quienes de superar un maremoto de proporciones bíblicas, una fuga radiactiva y lo que haga falta sin mayores aspavientos.

Los plañidos habituales en otras catástrofes de menor rango no se oyeron en el caso de Japón, que afrontó el desastre con esa mezcla de estoicismo y sabiduría tan propia de Oriente. Cae de cajón que un pueblo capaz de superar semejante cataclismo tiene habilidades de sobra para organizar una mera olimpiada y, sobre todo, dinero suficiente en caja para afrontarla.

No es, desde luego, el caso de España, que apenas ve algún rayo de luz al final del túnel de la crisis en la que está metida desde hace seis años y ya ha intentado hasta tres veces traerse los Juegos Olímpicos a Madrid. Dadas esas deprimentes circunstancias, bien pudiera ocurrir que el comité encargado de repartir las sedes prefiriese como dijo uno de sus miembros que el gobierno español se gaste el dinero que no tiene en necesidades más acuciantes que las de una Olimpiada. Quien sabe si, queriéndolo o no, nos ha hecho un favor.