Un día me llevaron mi padre y el tío Juan al campo de Vallejo. No recuerdo si el Levante estaba en Primera División. Creo que sí. Seguramente fue el año del primer ascenso a la máxima categoría del fútbol español. Antes del partido comimos en un bar que se llamaba La Paloma. Estaba al lado del estadio y de la estacioneta. Y también había un quiosco donde los jugadores se encontraban los días de entrenamiento. El rival de aquella tarde era el Barcelona. Bueno, a lo mejor no era el Barcelona sino otro equipo. La memoria flojea después de tanto tiempo y esos recuerdos sólo son como un disco duro, inviolable, en la cabeza electrónica de mi amigo Salva Regües. Yo sé que jugaban Wanderley, Valls y Serafín. Y juraría que ya no estaba en el equipo mi amigo del alma Antonio Calpe (¿dónde andas, joder, que no se te ve el pelo?). Se había ido al Madrid de las mil Copas de Europa. O más de mil copas si hacemos caso a los voceros patriotas de las hazañas madridistas, unos voceros cuya patria se ha quedado huérfana en una triste y desolada noche argentina contada en inglés macarrónico por la desnortada alcaldesa del cortijo. Tampoco sé quién ganó la tarde lejana de Vallejo. Pero eso sí: sé que estuve allí y que allí volvería unos años más tarde. No sé, tal vez tres o cuatro años más tarde, casi a punto, si miro el calendario de demolición, de que el viejo estadio diera paso al nuevo, en el barrio de Orriols, donde siempre vivieron Mari y Estivalis y donde un día de manifestación agarré unas piedras por si acaso hacían falta en el enfrentamiento con la policía. Cosas de unos tiempos de esperanza que se quedaron en casi nada.

Una tarde volví a Vallejo. En el quiosco encontré a algunos jugadores del segundo equipo. El Atlético Levante. Jugaba en la Tercera División. Ojo: la Tercera División de entonces era superior a la Segunda A de ahora. Y tanto que era superior. El fútbol estaba por encima del dinero. El dinero pintaba poco en la vida futbolística de aquellos años. Se cobraba bien, pero para nada se convertían los jugadores en potentados de la lista Forbes. La tarde en que volvía a Vallejo era para entrenar con aquel equipo de Tercera División. Un gozo. Qué gustazo compartir césped con futbolistas extraordinarios, algunos de los cuales pasarían pronto al primer equipo. Sólo fue una tarde. Aquella tarde. Creo que no lo hice mal. Me hablaron de una ficha de veintiuna mil pesetas. No estaba mal para aquellos años. Dije que me lo pensaría. Yo jugaba en el Llíria, el pueblo donde vivía y al que siento tan cerca, como si fuera el mío. Me lo pensé y al final decidí quedarme en casa. Con mis amigos del domingo por la tarde, con la novia, con ese equipo que hacía furor en las categorías regionales: Torres; Oliver, Alfonso, Jaime; Alcaide II, Cantó; Valeriano, Filasa, Taroncher, Adriá y Chisvert. Hay más nombres que entraban y salían, pero los básicos eran esos. Y entre todos, un Adriá que ya era el calco clavado de Cruyff, si es que Cruyff había aparecido ya en aquellos años. Lo digo en serio, no exagero nada y quienes estaban con nosotros seguro que me darán la razón. Guardo como oro en paño la crónica del partido contra el Levantino de Aldaya que para nuestro Boletín escribieron Enrique Roca y David Santapau.

Aquellos tiempos. Los domingos de fútbol y cine en los inviernos. Hubo otro invierno que duró demasiado y nada tenía que ver con los de los partidos de fútbol y las películas. Pero ese largo invierno, inacabable, ya lo cuento en mis novelas. Aquí sólo quería añadir esta columna, insignificante ya lo sé, como a veces es insignificante la memoria. Mi aportación, modesta aportación al entrañable recordatorio que el Levante UD está haciendo de su primer ascenso a la Primera División y especialmente de su campo de Vallejo. Por sus filas pasaron grandes amigos: el gran Navarro Pareja, Toni Gómez, José Luis Albiol, Merchán, Valentín, Sancho, Andrés, no sé si alguno más, posiblemente sí. Salvo Navarro Pareja, los demás ya jugaron en el nuevo campo de Orriols. Yo tuve la suerte de saltar al césped de Vallejo una tarde de hace muchos años, cuando aún existían al lado del estadio La Paloma, el quiosco y la estacioneta. Y un poco más lejos, los sueños de ser futbolista, o cualquier otra cosa, en una vida que empezaba a dar sus primeros saltos sin red para conocer de primera mano qué demonios había a ras de suelo.