Rafa Nadal, Roger Federer, Novak Djokovic y Andy Murray. Cuatro jinetes de una particlar apocalipsis tenística que han protagonizado, desde hace diez años, el tenis de alta competición con un nivel de tiranía como nunca se había visto. Por lo menos, hasta este año. Desde que Marat Safin ganó el Abierto de Australia de 2005 hasta que Wawrinka hizo lo mismo este año ante un destrozado Nadal se habían disputado 35 torneos de Gran Slam y tan sólo uno se había caído de las vitrinas de cualquiera de ellos: el abierto de Estados Unidos de 2009 que se llevó Juan Martín del Potro. Un dominio tan brutal que no era sólo cuestión de que no cedieran ningún torneo, sino que osar a disputar la final a cualquiera de ellos, o incluso meterse en semifinales se había convertido en un hecho absolutamente inusual. Una rareza de tanto en tanto.

Un punto de inflexión

En el año 2014 se ha producido un hecho que parece un punto de inflexión: tanto la victoria de Wawrinka como la de Marin Cilic en el Abierto de Estados Unidos. En este caso, además, con la rareza doble de enfrentarse a un jugador que tampoco es de la cuerda: el japonés Nishikori. Ni en otras épocas doradas del tenis se producía algo así. Porque cuando mandaban Borg, McEnroe y Connors también ganaban títulos Vilas, Johan Kriek, Brian Teacher o hasta Manolo Orantes. Luego llegaron en seguida Lendl y Wilander y con ellos, Noah, Edberg o Becker. Y así, las generaciones se iban sucediendo sin solución de continuidad. Incluso cuando Pete Sampras batió el récord de victorias en grandes citas con 14 (que luego superaría Federer) lo hizo cediendo protagonismo a Bruguera, Sampras, Rafter, Moyá, Kafelinikov y tantos otros.

Pero actualmente es muy difícil salir del español, el suizo, el serbio y, en mucha menor medida, el escocés a éste se le reservan sitios en final o semifinal, donde falla muy pocas veces. Tanto mayor la frustración para David Ferrer: la historiografía señala que el de Xàbia, en condiciones sólamente normales, habría ganado uno o más torneos grandes si no hubiese coincidido en el tiempo y el espacio con los cuatro «mendas».

El Open 500 de Valencia es un torneo atípico, dentro de esa inusual rareza de 2014. Hasta aquí llegan Andy Murray y David Ferrer con la urgencia de sumar puntos para alcanzar el Masters. Un escenario que sería absolutamente inusual hace poco tiempo.

El tenis se mueve por dos clasificaciones. Por una parte está el ranking mundial. En él, el baremo consiste en puntos en comparación con el año anterior. Por ejemplo, si un jugador obtuvo 500 puntos en un torneo el año pasado, en esa misma semana actual tendrá más o menos puntos en función a cómo haya quedado. Puede sumar, restar o quedarse como está. Es, de alguna forma, la clasificación más cotizada, la que corona al «número uno del mundo». Es en la que, por ejemplo, Roger Federer está por encima de Nadal porque el suizo hizo un 2013 muy discreto y en éste está mucho mejor, con lo que está mejorando resultados.

Por otra parte existe la «carrera a Londres». Es decir, un ranking que empieza el uno de enero y acabará con la cita de los ocho mejores. Esta mide los resultados de un único año y esos ocho son los que disputarán el torneo de maestros. Ahí es donde Murray (8º) y Ferrer (9º) están en lugares inusuales para ellos.

Pero para cambiar el mapa han de darse condicionantes. Por ejemplo, que Federer se hiciera viejo algo a lo que se resiste, vistos su últimos resultados, que Nadal siga sufriendo problemas físicos en un cuerpo que empieza a mostrar deterioro, que Djokovic se harte cosa que no parece y que Murray siga siendo tan inconsistente como este año. Pero también que alguna de las promesas acabe cuajando: el japonés Nishikori o el búlgaro Dimitrov son algunos de los valores nuevos pero no hay muchos más. Los demás son viejos conocidos con poca capacidad para sorprender a estas alturas: Berdych y Wawrinka un escalón por encima y luego los Raonic, Tsonga, gulbis, Simon, Isner y compañía.