El Tour de Francia de 1972 que ganó Eddie Merckx lo disputaron, ciclistas que representaban a diez países. Una generación de deportistas después, la ronda que se llevó Laurent Fignon en 1984 tenía 16 banderas diferentes. En la presente edición de la Vuelta a España hay 32 países en liza.

El ciclismo fue, durante décadas, un fenómeno europeo, que apenas trascendía de su mitad occidental. Desde Portugal a Alemania, sin barreras montañosas que lo separaran del resto del mundo. Bélgica, Italia, Holanda, España, Francia... ahora, sus descendientes conviven con ciclistas profesionales de Japón, Etiopía, Argelia, Costa Rica, Brasil, Polonia, Letonia o Eslovaquia. Ya no queda prácticamente ningún rincón del planeta sin presentar sus credenciales en el planeta ciclista, dentro de una globalización que marcha a toda velocidad.

En los años ochenta se produjo la primera explosión de dicho proceso. Ahí se incorporaron países de habla inglesa, especialmente Australia, Canadá y el gigante estadounidense y se produjo la estridente irrupción de Colombia. También empezaban a dejarse ver corredores del bloque soviético, donde el concepto de profesionalismo tenía encorsetadas sus actuaciones a citas muy puntuales. Precisamente, en la Vuelta Ciclista de 1985 se produjo la presencia de un equipo íntegramente soviético el año en que Delgado arrebató de forma incomprensible la victoria a Millar.

La aparición de nuevos estados no es la única razón para la presencia de tantas banderas nuevas. Es verdad que ahora hay rusos, lituanos, estonios, letones, bielorrusos, kazajos o ucranianos. También se ha producido una extensión a todo tipo de países y culturas. Están dando los primeros pasos, porque su presencia no deja de ser, de momento, testimonial. Son animadores de un bloque que ya no es granítico. Ahora hay corredores croatas, finlandeses o argentinos. Pero, sobre todo, la irrupción del ciclismo africano es una de las grandes noticias del presente.

Primero llegaron los surafricanos y tardaron bastante, siendo un país de influencia británica y holandesa. Precisamente, la presencia colonial deja una impronta que cuenta mucho. Ahora llaman la atención los corredores de Etiopía y Eritrea, países que estuvieron durante años bajo la dominación italiana y que ahora parecen decididos a compaginar las zapatillas de correr con el calapié. Antes, la afición estaba al otro lado del continente, en el antiguo Alto Volta. Allí fue a correr Coppi y regresó con unas fiebres que lo llevaron a la tumba. Pero es en el cuerno de África donde parece haberse encontrado el arquetipo. Corredores fibrosos y resistentes, como lo son cuando, a pie, recorren exitosamente docenas de kilómetros. (Froome, que nació en Kenia, no vale en este caso. El es pálido guiri). Si son capaces de prosperar en países donde la tecnología ciclista no está al alcance, pueden ser los nuevos dominadores o, como mínimo, agitadores. Aunque tengan que lidiar con perjuicios. En el pasado Tour de Austria, Natnael Berhane tuvo que escucharse el «negro de mierda» del bielorruso Branislau Samoilau. Fue el propio eritreo quien pidió a la organización que no lo echaran porque se había disculpado

Y falta el país ciclista por definición. Cheng Ji fue el primer chino que disputó, en 2014, el Tour de Francia. Y los que vendrán.