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Cuando el CD Castellón pierde...

Conozco dos tipos de domingo: cuando el Castellón gana y cuando el Castellón pierde. [El empate es un eufemismo]. Cuando el Castellón pierde, salgo de noche del periódico y me permito pasar por el McAuto para atenuar la pena con pecados calóricos. Cuando el Castellón gana, salgo también de noche del periódico, pero evito el McAuto porque considero que le debo una a la vida, considero que debo portarme bien y ser agradecido.

Cuando el Castellón gana voy al Opencor o como se llame ahora, que es un poco trampa, porque en realidad termino comprando pizzas congeladas y helados Ben & Jerry. En la puerta del Opencor solía juntarse una cuadrilla interesante: mendigos amables con cartones de vino. Hace tiempo que no los veo, pero me acuerdo de ellos siempre. A menudo pensaba en pararme, ofrecerles un cigarrillo y sacar de ahí un buen reportaje, como ocurre en las películas americanas. Podría llenar un par de libros con los reportajes que se me han ocurrido pero no he hecho [por dejadez, porque ya ves tú, porque total, si me van a pagar lo mismo], y ese par de libros sería bastante mejor que el libro que saldría de los reportajes que sí he hecho, no demasiado convencido.

Escribo esto desde un hotel de Lleida y mañana lo repasaré en otro de Tafalla. Los periodistas deben estar cómodos en una serie de escenarios y si no lo mejor es dedicarse a otro oficio: uno es la puerta del Opencor y otro son los hoteles decadentes. Yo trabajo igual, pero ya casi no viajo: uno de los últimos fue a Haro, La Rioja, y hube de terminar mis textos a toda prisa mientras escuchaba cómo en la habitación de al lado gritaban unos mientras follaban, con una claridad escalofriante, muy alto y durante mucho tiempo. Ahí me sentí incómodo, no como en el Opencor, de veras: era díficil concentrarse. Es otro de los requisitos del gremio, porque he escrito en muchos lugares: en las barras de bar de festivales de música, en la sala de ensayo de las animadoras del fútbol playa, en las gradas de cemento de un campo de fútbol o en los greenes soleados de un torneo de golf, en estado de euforia o en pleno abatimiento, pero aquello me descolocó por completo.

Es posible que la temporada que viene viaje con más frecuencia. Esta mañana, cuando la he dejado en el colegio, mi hija me ha preguntado por qué no la quería, por qué casi nunca estoy los fines de semana. No he sabido qué contestar, pero tampoco os importa. Cada pieza es solo tinta sobre papel: da igual cómo se escriba, con unos follando al lado o con tu hija llorando por teléfono. Tampoco a los futbolistas que juzgo les pregunto cómo les va la vida. Supongo que es normal que así sea.

?Pero por qué. Si me pagan por lo que me gusta, por lo único que sé hacer: ir al fútbol, ver el partido, escribirlo. Por qué entonces arrastrar esa sensación de angustia, este vacío. Seguro que un día echo de menos lo que hoy considero casi una derrota vital: salir de noche del periódico, bajar la persiana, pasar por el McAuto, poner la tele en casa y dejarme mecer por el insomnio en el sofá, deprimido.

Mauricio Pellegrino, entrenador del Alavés, dijo en Universo Valdano, el otro día: «Es algo que he aprendido ahora, que llevo diez años retirado. Me hubiese gustado disfrutar de mi vida de futbolista más de lo que la disfruté, haberla saboreado más. Para mí era demasiada carga. Empecé a jugar por jugar, no había otro propósito en la vida que pasar la tarde con amigos. Increíblemente, de casualidad, me convertí en profesional. Entonces, a medida que uno va alcanzando metas, en lugar de liberarse, se va cargando más. Era algo que ni nos preguntábamos, porque nadie nos preguntaba cómo nos sentíamos. Quizá si me lo hubieran preguntado hubiera largado lo que llevaba dentro. Muchísimos partidos importantes pasaron por mi vida y solo recuerdo sufrimiento. Tenía éxito, era un privilegiado, pero ganar no era una satisfacción. Era un alivio».

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