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Fin de curso

Durante este primer curso de columnas de los lunes he notado cierta preocupación entre los lectores, que de vez en cuando preguntaban en Twitter por mi estado mental y anímico. Todo empezó cuando el jefe me dijo que escribiera de lo que quisiera, y no solo lo dijo sino que insistió en ello cuando le expuse mis razonables dudas. Escribe de lo que te dé la gana, me sugirió, pero que tenga algo que ver con el deporte, claro. Yo entré entonces en una lógica fase de pánico que seguramente nunca superaré, porque lo mejor que te puede pasar es que te pongan barreras, cadenas y orejeras, ya que así tienes excusa cuando fallas. Lo peor que te pueden decir es el Sé tú mismo que me dijeron, solo comparable al Siempre te he tenido mucho cariño que le soltó Bisbal a Chenoa en el reencuentro de OT, el acontecimiento cultural de la temporada 2016-17, que con esta columna termina.

Por todo ello, en un artículo me metí con el jefe de mi jefe, incluso, pero ni por ésas: afirmo desolado que no he tenido aquí más límites que la autocensura, que dicho sea de paso es la peor de las censuras. Los lectores a la larga se han preocupado por mí, normal, pero la parte buena es que existen esos lectores. Peor sería perder la dignidad cada semana, quemarse a lo bonzo haciendo balconing, y que no lo viera nadie. No pasa nada, lectores: soy así. Mi cerebro funciona de esta manera: empatizo fácil con Messi y con Ronaldo porque me he pasado la vida defraudando. Pero no a Hacienda sino a mi familia. Mis cosas son cosas que no sorprenden, ciertamente, como mi madre saliendo de la función de final de curso asegurando que nadie había bailado mejor que su nieta aka mi hija, la verdadera víctima de todo esto, en realidad, porque estamos viendo dibujos en la tele y le pido que funde con sus amigos un grupo ultra prebenjamín que se llame La Patrulla C'Anima.

Quizá el verdadero problema sea que me gusta pensar, dicen. Me gusta pensar que a Morata lo quiere vender el Madrid por salir en un videoclip de Taburete. Me gusta pensar que los cuarenta y cinco minutos de música sin anuncios de Cadena 100 no son un agradable favor sino una amenaza de tortura. Me gusta pensar que Mireia Belmonte salía con auriculares a la piscina de los Juegos de Río porque estaba escuchando en Spotify chistes de Eugenio.

Echo mucho de menos un verano con Juegos Olímpicos, y mejor si son de madrugada para vivir en el horario de América. Pensar que el piragüismo es genial, pero no ver más hasta dentro de cuatro años porque no merezco tanta diversión. Asumes que eres viejo cuando futbolistas que no habías visto jamás son de repente buenísimos para los demás, y de forma unánime; y asumes que estás en las últimas, como estoy, cuando asimilas que igual has visto ya más Juegos Olímpicos que los que te quedan por ver antes de morir, y eso no anima. Dame Juegos, dame una tele y llámame tonto: medallas de gente que no conoces, deportes absolutamente inventados, voces de locutores que escuchas más durante dos semanas que a tu propia familia. Ayer estaba en la piscina forcejeando con mis hijos y recordé a uno de mis favoritos. El hooligan del waterpolo. Ojalá traerlo al apartamento para que pida penalti, exclusión y varios años de cárcel cada vez que tengo que la pelota y me la quitan.

Los Juegos Olímpicos son la mejor competición porque consiguen lo más difícil: se van justo cuando empiezan a saturarte. Como los buenos camareros. Como los mejores entrenadores. Como las Columnas de los lunes, confío.

Allí y a los 13 años de entonces, igual que en cualquier época y parte, lo mejor del fútbol es lo que no se adivina. Quizá ahora a esa edad ya tengan todos representantes, pero bastan cinco minutos de torneo infantil para apreciar qué no ha cambiado, qué no cambiará nunca: lo espontáneo. Al poco de llegar al campus formaron equipos aleatorios de tres futbolistas. Nosotros no nos conocíamos de nada, pero empezamos a pasarla, a moverla y a danzar como si fuéramos hermanos de toda la vida. Triturábamos a cualquiera y el entrenador se enfadó porque pensó que le estábamos engañando, que nos habíamos juntado adrede, y solo se convenció cuando vio que veníamos de ciudades distintas. Sospecho que el éxito de un equipo se construye con ese tipo de complicidades. Sospecho que el fútbol se basa en milagros así de inexplicables. Sospecho, para desgracia de los directores deportivos, que son imposibles de anticiparlos.

Cuantos más métodos he conocido más he sospechado de ellos, y lo mismo vale para la pelota que para el periodismo. A un entrenador le dio por acabar los entrenamientos con una sesión de relajación. Esto pasaba en invierno, que no todo va a ser culpa del verano: nos tumbábamos en el campo y nos pedía que no pensáramos en nada, que nos concentrásemos en la respiración y no sé qué milongas del ramo. Yo solo podía pensar en los deberes que tenía que hacer, en los exámenes que no había estudiado y en las chicas que no me hacían caso, y en lugar de acabar el día feliz por haber jugado a fútbol llegaba a la ducha con los niveles de estrés al máximo.

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