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Las ilusiones

Mis amigos me insultan llamándome periodista. Me parece bien. Peores son los periodistas que te llaman amigo.

Se habla mucho del hincha que quiere que pierdan otros equipos, un sentimiento natural y honesto aunque quizá algo patético, pero siempre comprensible y casi siempre inofensivo, y se habla poco del hincha que quiere que pierda su propio equipo, un ser contaminante de veras.

Quiere que pierda su equipo porque guarda algún interés mayor o simplemente por tener razón, o porque no sabe vivir de otra manera. Es el hincha incansable que ni vive ni deja vivir, al que nunca le faltan peros: si se pierde es el fin del mundo, si se empata se debería haber ganado, si se gana se debería haber jugado más bonito y si se juega bonito el equipo es demasiado blando. Ni siquiera aspira a la quimera de la perfección porque la perfección no existe en su cabeza. Si se gana una cosa se debería haber ganado dos y si se ganan dos se debería haber ganado tres, y así hasta el infinito. No suele además tener pinta de ser igual de exigente con su propia vida. Se conforma con amargarnos a los demás la nuestra. Cuando falla el pronóstico se escurre entre la multitud mascullando en vano, y cuando acierta te lo recuerda por supuesto de lo más pesado.

Cuando escucho a estas personas tengo que llevarles la contraria por defecto, incluso en aquello en lo que estoy de acuerdo. Tu equipo es como un hermano: tú te puedes meter con él pero el resto que se esté callado.

Tampoco soporto el otro extremo: el hincha que lo ve todo perfecto. A ese también le contestaría. De hecho contestaría todo y a todos pero he aprendido a callarme y a vengarme en las columnas estas. El hincha Flanders idolatra besaescudos con pies de barro, piensa bien y no acierta, y gasta una candidez propia de equipo escolar de balonvolea. El hincha Flanders alimenta un paisaje ideal para los traficantes de ilusiones.

Nietzsche dijo que para vivir necesitamos ilusiones. Esto lo sé no porque lo recuerdo de habérselo leído a Nietzsche, sino porque lo dice Emma Stone en una película de Woody Allen. Sospecho que Emma Stone es el tipo de ilusión que para vivir necesita Woody Allen.

El fútbol es fundamentalmente ilusión, porque a menudo no es tanto lo que en realidad es sino lo que queremos que sea. Nos mueve la expectativa. Siempre hay algo. Muchos dicen que Oasis debió retirarse en 1996, cuando tocó en Knebworth delante de 250.000 personas, con casi tres millones de peticiones de entradas. Pero no lo hicieron y cada año que pasa se difumina el mito. Liam Gallagher lo explicó a su manera: «Que ya no puedas ser más grande o llegar más alto no significa que no puedas continuar».

El fútbol es inagotable porque la ilusión se reinicia cada verano. No volverá el primer ídolo con su atracción cegadora. No volverá esa primera noche después de ganar un título o de lograr un ascenso, lo más parecido al primer beso. No volverán esas cosas que no se olvidan, pero asomarán otras que merecen ser vividas. No volverán unas personas pero no importa, porque el fútbol es un nosotros eterno. Saber que la ilusión de todos la usarán unos pocos en su propio beneficio es un asumible peaje emocional. Lo que uno lleva dentro no te lo pueden robar. Que no vuelva nunca esa pureza infantil no significa que no podamos continuar.

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