"Me retira la edad". Y era cierto. De haber tenido algún año menos, seguramente aquel 29 de enero de 2010 no hubiera anunciado que no repetiría como presidente de la Cámara de Comercio de Valencia en las elecciones de junio, en las que, de haberse dado esa circunstancia imposible, porque no se puede luchar contra el paso del tiempo, habría arrasado, como le sucedió en 1995, en 1998, en 2002 y 2006. Sabía hacerse querer y respetar. Una neumonía se lo llevó ayer en Valencia cuando le faltaban seis días para cumplir los 83 años. De nuevo, la edad, porque en los tres años que ha vivido fuera del foco público seguía como siempre había sido: el más listo -y político- de los dirigentes empresariales valencianos. Lo dijo en público el presidente de la patronal autonómica Cierval, José Vicente González, y otros muchos que lo conocieron, incluidos los empleados camerales que lo sufrieron durante quince años, lo atestiguaron en privado: Arturo Virosque fue, por encima de todo, un personaje entrañable.

La historia del empresariado valenciano de las últimas tres décadas es imposible escribirla sin contar con él, que aprovechó sus últimos años para escribir sus memorias. Están inéditas y recorren una vida iniciada en Valencia en 1930 que bien pronto lo puso a trabajar, una de sus aficiones favoritas. A los quince años, en aquellos duros tiempos de la posguerra y la autarquía, ya estaba al frente de la empresa familiar del transporte fundada por su padre. Con el paso de los años, la firma acabó convirtiéndose en un grupo diversificado al ampliar la original agencia a otros ámbitos del sector como las grúas o la logística. Poco antes de dejar la Cámara, inauguró en el polígono de Riba-roja unas espectaculares instalaciones, cuyo diseño interior realizó una de sus dos hijas. Arturo y Carlos, sus otros dos hijos, hace tiempo que tomaron el mando en la empresa, siempre con el permiso del patriarca.

La agencia de transportes fue el trampolín de Arturo Virosque hacia la vida pública desde las organizaciones empresariales. A través de la presidencia de Anatrans, la organización de ámbito nacional, se convirtió en uno de los pocos empresarios valencianos con sillón en los órganos de gobierno de la patronal CEOE, a la que llegó en 1981. También presidió durante muchos años la federación valenciana de transportistas, de donde dio el salto a la vicepresidencia de la patronal provincial CEV. Como representante de esta, también fue vicepresidente en la Feria, donde no pocas veces chocó con su entonces presidente, Ramón Cerdá, y a la Cámara. En esa tesitura estaba en enero de 1995, cuando se produjo la dimisión del presidente, José Enrique Silla, por su luego fracasado paso a la política.

La vicepresidencia primera la ocupaba Salvador Fernández Calabuig y parecía que este sería el sucesor hasta las siguientes elecciones. Pero Virosque vio su oportunidad y, sabiendo que tenía más apoyos en el pleno, se lanzó en tromba a por el cargo, que acabó ocupando durante quince años. La Cámara que heredó era una institución sitiada por la patronal y con serios problemas por la insumisión de muchas grandes empresas al pago obligatorio de cuotas. Inicialmente, se le vio como un liquidador -era el hombre de la CEV- y, de hecho, inició su mandato con una política de austeridad -y recorte de empleos- que la propia Merkel defendería. Sin embargo, con la fe del converso y ayudado por el Gobierno socialista, que legisló a favor de la afiliación obligatoria, Virosque puso en pie su gran obra: la conversión de la corporación cameral en una entidad poderosa, temida en ocasiones por el poder político -eran temibles sus enfados y broncas, públicas o privadas, incluso con los gobiernos del PP, con los que siempre tuvo gran sintonía, aunque también convivió y tuvo buenos amigos entre los socialistas- y con las arcas llenas gracias al boom económico. La ampliación del centro de formación y la compra de un edificio a la Seguridad Social cuando Eduardo Zaplana era ministro de Trabajo para convertirlo en la nueva sede de la Cámara fueron dos de sus principales obras en la institución, que legó a su sucesor, José Vicente Morata, con unas elevadas reservas y sin saber que al cabo de unos meses el Gobierno suprimiría las cuotas obligatorias y daría paso a la decadencia actual.

Tuvo suerte en que la edad le retirara, en este caso, pero también en Bancaja, donde asimismo ocupó una vicepresidencia hasta enero de 2010, meses antes de que la entidad financiera entrara en el Banco Financiero y de Ahorros en el que luego ha desaparecido. Minucioso como era en los consejos de los que formaba parte, su intuición natural le falló en los doce años que estuvo en la caja. No vio venir el derrumbe posterior.

De su peso en el empresariado español da una idea el hecho de que, en 2005, tras la dimisión de José Manuel Fernández Norniella como presidente del Consejo Superior de Cámaras de España tuvo en su mano sucederle, y no por ser el vicepresidente de más edad. No quiso irse a Madrid. Unos meses antes había fallecido su esposa Josefina. La Cámara de Valencia fue su refugio en aquellos tiempos dolorosos. Si se lo hubieran ofrecido unos años antes...