Las especies pueden evolucionar, pero no ser cualquier cosa que se propongan. A José Vicente González y Andrés García Reche parece unirles una visión adaptativa y darwinisita de la innovación que no cree en las capacidades de los sistemas productivos engendrados a partir de la nada. La innovación es más bien un proceso gradual de mutación del ADN económico que debe dar lugar a generaciones más preparadas que las anteriores respecto a las transformaciones experimentadas por su entorno. No es posible alumbrar un nuevo genoma para dar soporte al modelo productivo valenciano, sino diseñar la evolución de sus rasgos tradicionales hacia otros más competitivos.

Esta es la misión de la futura Agencia Valenciana de la Innovación, para cuya presentación en sociedad se esbozó la correlación entre las dos principales crisis evolutivas experimentadas por nuestro modelo productivo en la historia del autogobierno. Durante los ochenta y noventa la pérdida de competitividad de los sectores tradicionales valencianos se abordó con éxito en el período dorado de la política industrial valenciana mediante algunas de sus herramientas referenciales: el Impiva, el CEEI, el Instituto Valenciano de la Energía, el Procova (semilla del futuro IVEX), los Institutos y los Parques Tecnológicos.

Hoy la economía valenciana repite encrucijada con el telón de fondo de la mundialización de la cadena de suministro industrial y la revolución tecnológica. Sin embargo, el planteamiento de esta vez parece algo más sutil que en la ocasión anterior. No es tanto el esfuerzo de inventar nuevos instrumentos de política industrial ni de descubrir recetas mágicas, sino acertar con la operativa de que cada cual se encargue de hacer lo obvio. Cosa, por cierto, de suma dificultad.

La ruta estratégica de aquel momento de esplendor de las políticas públicas se abordó en medio de grandes incertidumbres teóricas, de una gran escasez de información, de fuentes y redes de conocimiento. Hoy no es el momento histórico de los descubridores. Es más bien un problema de conquista.

Las naciones industrialmente más competitivas no saben muy bien qué es eso de la política industrial. Se limitan a hacer sin aspavientos cada una de las cosas que, de pura obviedad, exige la buena salud de la actividad productiva. Las más despreocupadas por la industria son en cambio prolijas en la retórica, en los planes, en las normativas. Proclaman genéricamente sus mismos propósitos una y otra vez de forma reiterativa. Organizan los mismos simposios hasta la saciedad. Adolecen de una permanente sordera estratégica y carecen de sentido del método. Y además de ello siempre encuentran un pretexto de última hora para repudiar del acuerdo.

Las claves de la especialización inteligente son bien conocidas por lo que la reindustrialización no constituye (más allá de sus lógicas dificultades de implementación) ningún enigma. Ni en la praxis ni en la teoría. El verdadero misterio sigue siendo la incompetencia colectiva para dar pasos en la dirección que prescriben las recetas más evidentes del proceso reindustrializador.

García Reche es consciente del obstáculo en que encallan nuestros objetivos industriales. Una extraña preferencia nuestra por el desconcierto, junto al hábito adquirido de dejar todos de hacer aquello que unánimemente consideramos al mismo tiempo como prioritario.

Unas patronales menos politizadas que en los 80, una sociedad civil económicamente consciente de que no hay margen para nuevas aventuras, unos sindicatos comprometidos con la prosperidad general y una clase política que se sienta concernida con la necesidad de unificar las partituras de nuestro desarrollo industrial. Que las empresas cooperarán en serio se da por hecho, pues si no vivieran de ello no seguirían allí.

Los manuales están escritos ya y los bancos de buenas prácticas están llenos de ejemplos en los que inspirarse. García Reche no parece haber venido a hacer de académico. Eso ya se lo sabe. El va por la vía de cómo desarticular el oportunismo de una compleja estructura psicosocial que subsiste de columpiarse. El auténtico desafío de nuestra economía regional no es otro que el de hacernos más dóciles frente a la obviedad. Economía del sentido común, como introdujo González. El menos común de los sentidos. Casi nada.