La marcha del Reino Unido de la UE es una decisión proteccionista que pone en marcha uno de los mecanismos que la comunidad internacional lleva ocho años tratando de eludir -con la salvedad de los conatos de guerras cambiarias subrepticias mediante depreciaciones monetarias competitivas- para no repetir uno de los grandes errores que se cometieron en la gestión de la Gran Depresión, la anterior gran crisis internacional, desencadenada en 1929 y que se prolongó hasta los primeros años 40.

El referéndum en el Reino Unido que el jueves decidió su abandono de la UE es una medida defensiva de una ciudadanía desconcertada y depauperada por la larga crisis de 2008 y que actúa impelida por los estragos que ha suscitado la Gran Recesión en sus condiciones de vida, el acceso al empleo y la calidad de sus condiciones laborales, cuyo deterioro vincula con las políticas de la UE y con la elevada entrada de inmigrantes desde el espacio común europeo.

Las dos veces que el Reino Unido acudió a las urnas para dirimir su continuidad en el bloque europeo fue en 1975 y en 2016. No es casual que ambas coincidieran con las dos mayores crisis económicas sufridas por Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

En los dos casos se pensó que la decadencia de la antaño poderosa industria manufacturera británica y la desolación de amplios espacios de vetusta tradición industrial, junto con el declive de otros sectores productivos, estaban ligados al sometimiento de la soberanía nacional a las directivas europeas.

El sector rural de la Inglaterra profunda, el Norte desindustrializado y de tendencia izquierdista y donde los jóvenes sufren tasas altas de paro, el sector pesquero -que tuvo que abrir sus ricos caladeros a la competencia de las flotas de otros países de la UE-fueron favorables a la salida, mientras que Londres, con su importante sector servicios y la City financiera, cuya pujanza se debe a su hegemonía y proyección sobre el conjunto europeo, bascularon de forma entusiasta por la permanencia porque les iba en ello su prosperidad y porque su propia bonanza les obliga a atraer mano de obra cualificada de otros países.

Con independencia de otros factores, Escocia, que también sufrió el desmantelamiento industrial, es profundamente europeísta porque su economía se fundamenta en sectores abiertos al exterior: desde su industria electrónica y destiladora de whisky a su importante sector turístico y de servicios financieros. También Gibraltar se decantó por la UE porque su economía se beneficia de la vecindad y apertura con España.

Los jóvenes son mayoritariamente proeuropeos, frente a los adultos y veteranos, pero ambas fracciones de edad no son homogéneas: los jóvenes universitarios son europeístas y los de menor cualificación, y más expuestos por ello a la competencia de la mano de obra barata exterior, partidarios de la renuncia a la UE. Las clases alta y media, y la población con estudios superiores y medios, optaron, con distinta intensidad, de forma preferente por la continuidad, mientras que la población mayor de 50 años, los segmentos de clase media-baja y con nivel formativo medio-bajo fueron votantes del no a Bruselas.

Las ciudades y distritos universitarios apostaron por seguir con los 27, mientras que el resto de los barrios y ciudades con muchos jóvenes en paro (en un país con una bajísima tasa de desempleo: 4,9% de la población activa en abril) pujaron por la escisión. Las grandes empresas, a las que convienen los mercados amplios y transfronterizos, abogaron por la continuidad en la UE; las pequeñas y medianas sin proyección exterior prefirieron la salida para eximirse de las regulaciones comunitarias.

La percepción de la realidad emana de forma inmediata de las condiciones materiales y expectativas de vida de los individuos. Y mientras unos sectores, como el financiero, tienen superávit con la UE, el conjunto de la economía británica tiene saldo exterior negativo con el conjunto europeo.

Dejar la UE supone una suprema decisión proteccionista en un país que lideró el librecambio. Renunciando a Europa, Reino Unido podrá vetar la entrada de inmigrantes sin someterse a la libertad de movimiento de personas que exige la Unión; y el abandono del club deprecia la libra, lo que encarece las importaciones y abarata las exportaciones, y actúa como barrera proteccionista frente a la circulación de bienes y servicios.

Si además la UE mantiene la tesis (repetida por el ministro alemán de Fianzas, Wolfgang Schäuble, y por el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, entre otros dirigentes continentales) de que «estar fuera es estar fuera», y que salir significa ser tratado como «un país tercero» (según precisó Juncker), las relaciones entre Reino Unido y sus exsocios quedarían reguladas por las normas generales de la Organización Mundial de Comercio (OMC), con los aranceles de aplicación general, y no mediante convenios especiales como los que existen entre la UE y países como Noruega, Suiza y Canadá.

La creencia en las virtudes del proteccionismo es propia de periodos críticos y de enorme convulsión. Un ministro de Zapatero y otro de Rajoy abogaron en los años de mayor desazón por consumir productos y servicios españoles, en un llamamiento al nacionalismo económico.

La fe en las ventajas del cierre de filas y de fronteras es muy fuerte, de modo que, aunque muchos economistas, organismos europeos, centros de estudios e instituciones multilaterales difundieron en las últimas semanas diferentes cuantificaciones de la caída previsible del PIB del Reino Unido si abandonaba la UE -con variantes en función de los distintos modelos de relación que se negocie en los dos próximos años-, el 51,9% de los votantes que acudieron el jueves a las urnas no creyeron tales advertencias e impusieron la ruptura.

Presión contestataria muy fuerte

La decisión del Reino Unido está envalentonando a otros movimientos eurófobos, xenófobos y separatistas europeos. En Holanda, Francia y Dinamarca ya hubo el viernes peticiones de convocatorias de referéndum nacionales como el británico. La vía nacionalista y proteccionista, fortalecida por el paro que no amaina (8,7 % en la UE y más del 20 % en países como Grecia y España), la prolongación de la crisis con una lenta recuperación que está encallando por la desaceleración internacional, más la crisis de los refugiados, y la creciente divergencia de intereses, mentalidades y actitudes entre los países del Norte y del Sur del área, alimenta una presión contestataria muy fuerte.

La crisis del 29 derivó en pulsiones similares: xenofobia y ultranacionalismos en Europa, ascenso de los extremismos y además medidas proteccionistas en EE UU (como la Ley Smoot-Hawley, de 1930, que estableció barreras a las importaciones) que desencadenaron réplicas de los socios comerciales (muchos países impusieron aranceles a los productos estadounidenses como repuesta), lo que hundió más la economía, causó un profundo daño a los sectores que se pretendían amparar y, junto con el abandono prematuro de las medidas expansivas públicas, prolongó el sufrimiento devastador de la Gran Depresión.

El comercio mundial cayó entonces el 66 % y esto agravó la crisis. Ahora también están debilitándose los intercambios internacionales, y esto ha disparado las alertas porque todas las grandes crisis han sido precedidas por repliegues en los flujos internacionales de bienes y servicios.

Aunque el ejemplo de Reino Unido no sea secundado por otros socios, sus efectos globales en cadena ya se están produciendo. Las turbulencias financieras y la vorágine de miedo que recorrió el viernes los mercados internacionales tras conocerse la decisión británica supusieron el alza del dólar y sobre todo del yen, dos monedas consideradas como valores refugio cuando el mundo tiembla y se siente amenazado por graves quebrantos.

Si esta tendencia persistiera, Japón no va permanecer inerme frente a un endurecimiento del tipo de cambio de su divisa que frene sus exportaciones y que, de persistir, volvería a meter presión deflacionista sobre una economía que, ni aun con la ofensiva monetaria y la estrategia de las «tres flechas» de sus actuales gobernantes, está siendo capaz de salir de la trampa deflacionaria en la que incurrió en los años 90.

Así que puede esperarse un redoble expansivo de Tokio para frenar la apreciación del yen, lo que desencadenaría movimientos análogos en otras potencias del área, como China, para mantener la paridad y no perder competitividad.

La Reserva Federal de EE UU tendrá que seguir postergando a su vez la normalización de su política monetaria ante el repunte del dólar y las tensiones internacionales en los mercados de acciones, cambiarios y de deuda. Y el Banco Central Europeo (BCE) no podrá permanecer inactivo ante la apreciación del euro frente a la libra y, aún peor, ante la divergencia de las primas de riesgo en la eurozona, con tipos de interés negativos en los bonos alemanes a diez años (por su acaparamiento por inversores que huyen del pánico) mientras repuntan las primas de riesgo en la periferia por la salida del dinero de los países más endeudados y con peores perspectivas financieras.

Esta doble tendencia de signo opuesto amenaza con volver a fragmentar las condiciones de financiación de la eurozona, que fue lo que puso en riesgo la pervivencia del euro entre 2010 y 2012. De no hacer nada, el BCE estaría siendo doblegado por los mercados y quedarían quebrados sus designios en la transmisión homogénea de su política monetaria para garantizar condiciones uniforme en todo el área.

El riesgo, por lo tanto, de una nueva soterrada «guerra de divisas» competitiva podría haber empezado a desencadenarse con la decisión proteccionista de los británicos el jueves.