Las informaciones y noticias sobre la desigualdad en la distribución de la renta, y sus consecuencias, son como los ojos del Guadiana, aparecen y desaparecen, a intervalos irregulares. Durante los últimos días, este grave problema ha vuelto a saltar a los medios de comunicación, como consecuencia de dos eventos, alejados geográficamente, y de naturaleza muy distinta.

Por una parte, se ha publicado el VI Informe sobre El Estado de la Pobreza, de la Red Europea de la Lucha Contra la Pobreza y la Exclusión Social (AEPN por sus siglas en inglés). Por otra, se han celebrado las reuniones otoñales del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, en Washington DC.

Lamentablemente, los datos presentados por AEPN ponen en evidencia que ya no es suficiente con tener un empleo para salir de la pobreza, ni mucho menos. Por lo que se refiere a España, casi el 15% de las personas que figuran en las estadísticas como empleadas, están en situación de riesgo de pobreza, un porcentaje que ha ido aumentando en los últimos años, según advierte la organización, que piensa que «los pobres con trabajo, han llegado para quedarse». El informe nos indica que de acuerdo con el índice AROPE, en la España de 2015, hay más de 13.300.000 personas en riesgo de pobreza o de exclusión social, lo que representa al 28,6% de la población (frente al 24,4 de la UE); mientras que la situación más grave, la de la pobreza severa, es sufrida por tres millones y medio de personas, que ingresan, de media, 334 euros mensuales.

También se resalta en el mencionado informe, que la desigualdad está muy asentada en la estructura de la renta española, de forma que, el 10 por ciento de la población de mayor nivel de renta obtiene el 25 por ciento de la renta total. En términos comparativos se señala que, mientras la desigualdad entre el 20% de la población europea con más ingresos y el 20% con menos, es de 5,2 veces, para el caso español es de 7, lo que lleva a España a ocupar el tercer puesto con mayor desigualdad.

A la vista de estos datos, así como del nivel de paro que todavía sufrimos, ¿qué se puede pensar de quiénes, desde el poder, nos dicen, con arrogancia y sin el menor rubor, que «somos el alumno aventajado» de la UE? Sin comentarios.

La desigualdad extrema es un grave problema, y no solamente de índole moral. Quizá porque sus efectos están haciendo crecer el populismo de los partidos nacionalistas, proteccionistas y xenófobos, generando serias amenazas de inestabilidad social, el Fondo Monetario Internacional, que prácticamente nunca, en sus más de 70 años de existencia, se había ocupado de estudiar la desigualdad, «porque no forma parte de su mandato original», ha empezado a hacerlo, para escándalo de algunos de sus empleados más extremistas.

El FMI considera que el deterioro de las clases medias, en los países desarrollados, se ha agravado como consecuencia de la crisis internacional, pero que se ha ido formando a lo largo de mucho tiempo; no obstante, no empezó a valorar sus orígenes y efectos hasta que Olivier Blanchard fue designado economista jefe, e imprimió un cierto giro keynesiano a las tesis del fondo. Esperemos que Maurice Obstelfeld, profesor en Berkeley y miembro del consejo asesor de Barack Obama, que acaba de cumplir un año como sustituto de Blanchard, mantenga esta línea de actuación. De hecho, en el informe anual del FMI de 2016, se elige la desigualdad como un área prioritaria de trabajo, al entender que también se trata de un asunto clave para la estabilidad macroeconómica, lo que sí forma parte esencial de su mandato original.

Frente a los que consideran que la desigualdad es un serio problema, los economistas de corte neoclásico, consideran que el capitalismo de libre mercado ha demostrado ser el mejor sistema para impulsar el crecimiento y generar un elevado excedente económico, y cuando la marea (el crecimiento económico), sube, termina por levantar a todos los barcos. Por el contrario, las transferencias redistributivas debilitarían los incentivos para innovar, para trabajar más, deprimiendo la productividad, reduciendo la inversión y, en consecuencia, perjudicando a la sociedad en su conjunto.

Para estos, que, cuando suba la marea, unos barcos se eleven mucho y otros prácticamente no lo hagan no tiene importancia. Pero es que, además, dejando al margen las cuestiones estrictamente morales, se ha demostrado que las economías tienden a funcionar menos bien cuando una parte cada vez mayor de la renta y la riqueza nacional van, como ahora, a un grupo cada vez más pequeño de población.

Branko Milanovic sostiene que la aparente preocupación actual por la desigualdad es una moda pasajera y que, cuando las economías vuelvan a un crecimiento robusto y disminuya el desempleo, se olvidarán de la desigualdad, ignorando que no se trata de un problema que haya nacido como consecuencia de la Gran Recesión, sino que estamos ante un cambio estructural que ha venido gestándose durante los últimos 40 años.

Un cambio estructural que se conforma a través de una profunda desconexión entre los intereses de quienes se encuentran en la parte muy alta de los ingresos y el de las clases medias; brecha que tiene su origen en la globalización y en los profundos cambios tecnológicos.

Pero es que, además, el aumento de la desigualdad en la distribución de la renta, ha llevado a que los ricos tengan, cada vez más, un mayor nivel de poder político, porque son los que financian las actividades de los partidos, y ello, a su vez, perpetúa la inequidad extrema, porque rompe la igualdad de oportunidades, de forma que a medida que se arraiga la desigualdad en la distribución, las posibilidades de éxito de los niños de las familias ricas y las de los pobres divergen de forma cada vez más importante.

Se discute mucho sobre las causas que originan la desigualdad, pero hay algo común a todas ellas, y es que todas apuntan al aumento extremo que se ha venido produciendo. Por ello, los beneficios del crecimiento económico van, casi exclusivamente, a los que están en la parte más alta de la distribución.

Lo importante es saber que, con independencia de las causas, combatir la desigualdad, dentro del propio sistema capitalista, exige utilizar el presupuesto público, tanto desde el punto de vista del ingreso, haciendo más progresivo el sistema tributario, como desde el lado del gasto, beneficiando a los perdedores de todo este proceso.

Adam Smith, al que muchos consideran el padre intelectual del capitalismo, decía, refiriéndose a los trabajadores, que no puede haber una sociedad próspera y feliz, cuando la mayor parte de sus miembros son pobres y desgraciados. Y es que no consiste en discutir la economía de mercado, sino cómo ésta, sin una regulación adecuada, puede ser tan letal que termine por autodestruirse.