Bajo el paraguas de la economía colaborativa han prosperado un ramillete de grandes multinacionales que se benefician de la intermediación para el alquiler de bienes o la prestación de servicios. Airbnb, buque insignia del alquiler de pisos turísticos y fundada hace 8 años, tiene una valoración de 30.000 millones con lo que supera a la mayor cadena hotelera del mundo, Marriot. Estas plataformas de intermediación de bienes y servicios han puesto contra las cuerdas a sectores tradicionales como el hotelero o el transporte de personas, pero también ha generado un nuevo mercado de trabajo marcado por la hiperflexibilidad y por el empleo por encargos.

Los nuevos trabajadores de la economía colaborativa tienen más libertad, pero la mayoría carece de cobertura social y derechos. Según el profesor de Derecho del Trabajo en la Universidad de Baleares Adrián Todolí, las empresas clasifican a todos como autónomos y no tienen derechos. «Los repartidores de Glovo o de Deliveroo no cobran mientras esperan un servicio. Se les considera autónomos y por tanto no se les aplica ni salario mínimo ni indemnización por despido ni despido ni jornada máxima», apunta. Todolí advierte de que «no se profesionales que se dediquen a esto, lo hacen porque no tienen otro recurso. Un autor americano sostiene que es la primera vez en la historia que la gente trabaja por debajo del límite de subsistencia. Como no hay límite de la jornada, el empleado realiza trabajos hasta obtener esa cantidad límite».

Los jueces de Estados Unidos, Reino Unido y Brasil están sentenciando con más o menos matices que plataformas como Uber no son intermediarias de servicios sino empresas de transporte, con lo que el conductor no es un free lance que aporte determinado valor o talento sino un empleado que aporta mano de obra.

En España, los jueces todavía no han abordado la situación laboral de los trabajadores, pero sí se han fijado posiciones sobre la actividad.