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Las migas

La antihigiene

Jesús Civera

El otro día dijo Alberto Fabra que Ximo Puig se dedicaba a esparcir mentiras. Al mismo tiempo, Puig sostuvo que Fabra estaba al corriente de los casos de corrupción. Si exceptuamos esos alardes retóricos, que vertebran todas las campañas electorales desde la mismísima Monarquía de Sagunto, o mucho antes -con los asesinatos en las esquinas entre los de Cánovas y los de Sagasta-, los días previos al 24M son de un apacible paradisíaco. Esa docilidad se ve interrumpida, es cierto, por las fuerzas políticas emergentes, que desequilibran las certezas y engullen el duelo entre el bipartidismo clásico. Y también por otro elemento exógeno que sustancia toda la campaña electoral en palabra, obra u omisión, a elegir: nos referimos a la noche electoral perpetua de los muertos vivientes andaluza, cuya influencia en la puesta en escena de aquí resulta sobrecogedora. El episodio de ingobernabilidad alancea las posibilidades valencianas en el marco de la fragmentación política y evidencia los caprichos de los dirigentes «minoritarios», que observan hechizados la estrella sobre la Moncloa. A los ciudadanos, que les den. Sobre ese tapiz andaluz han perdido la inocencia Podemos y Ciudadanos. Si a los partidos clásicos se les acusaba de rendirse al electoralismo, Sevilla hubo de ser la plaza donde se zanjaron las utopías de los nuevos actores. La lección: los emergentes se inclinan ante el mismo orden de prioridades. Antes el poder que el bienestar de la calle.

La campaña dulce, sin embargo, solo es aparente. Ha de incluirse, en el pastel aromático, la denuncia totalizadora de Fabra, que es científica, empírica y racional al mismo tiempo: todos los partidos tienen un único argumentario, «echar al PP». La conclusión no está abierta a conjeturas. La palanca común es la corrupción, que los seis partidos «adversarios» contornean con múltiples formas, como si la corrupción fuera una plastilina. O como si se tratara del cuadro de Inocencio X de Velázquez, que puedes verlo y verlo y nunca se agota: siempre se descubre algo nuevo. Al igual que Velázquez, la corrupción valenciana resulta insondable. Fabra ha de pensar como el personaje shakesperiano de Le Carré. «Así es la vida. Nos castigan por los crímenes que no hemos cometido y salimos impunes de una gran estafa». Quizás Oltra y Blanco habrían de pedir tiempo y congelarse en la fragilidad, como los personajes de Giacometti. Confiar en el optimismo de la voluntad frente a la determinación cotidiana, de la que nunca emergen dudas. Puig contrarió esa ola, como un surfista, en el debate de este periódico, al igual que Punset, cuyas razones suenan a mitos inviolables. Propuestas y no castigos. Futuro y no pasado. Deseos y no condenas. Indulgencias y no inquisiciones. El ciudadano ha de saber por qué ha sido vapuleado, sin duda, pero le importa más conocer el biotopo donde se asentará su vida. Fabra es como el personaje de Le Carré: le castigan por los crímenes que no ha cometido (por lo que sabemos ahora, claro, porque se juzga sobre lo que se sabe). Estampan en su cara las siglas del PP. Descartemos el propósito cabal del acto. Al fin y al cabo, una estrategia o un programa siempre acaba en Wittgenstein: «Un manual es como una escalera. Cuando llegas arriba, la tiras».

Aunque irradie una superficie mansa, sorprenden los niveles de suciedad de esta campaña, que desborda las cloacas. A los partidos que exigen transparencia se les ha de decir que las oscuridades no les están permitidas, que sus astucias han de difundirse y que sus triquiñuelas han de ser aireadas. Los que denuncian las cañerías pringosas no puede enlodarse en tuberías manchadas, pues sería una glosa a la doble moral. Luz para la administración pero también para las arterías. Las causas políticas no tienen inmunidad.

Si el PPCV calla es porque sobre ese partido se agolpan todos los infiernos. Un abismo deriva de su fragmentación interna, producto de su debilidad. Extenuado por los juzgados y por la crisis, la prospectiva herrumbrosa ante las urnas ha acabado por fomentar la depresión. La plaza de toros se convertirá, hoy, en una colosal píldora de Prozac, pero la analogía es sarcástica: con Zaplana y el primer Camps la batalla desatada en los ímbornales contra el PP se hubiera contestado con otra batalla maloliente. Hoy las espadas están guardadas en las fundas.

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