La nostalgia, como cualquier enfermedad congénita, presenta mutaciones extrañas. Volver al «poble» una noche agosteña de verbena sudorosa y ver las banderitas colgando y el luminoso «Benipoblet en Festes» genera en el exiliado una sensación similar a la del primer anuncio navideño, la primera etapa del Tour, los contenedores desbordantes en la mañana de Reyes o los primeros «ninots» en la «nit de la plantà». Animales de costumbres. Suena «kitsch», pero el día de arranque de campaña, que amanece con las calles inundadas de carteles electorales, despierta ese sentimiento de reencuentro emocional en las patologías más graves. No de reencuentro con la democracia ni con los que murieron fusilados por ella. Ojalá uno fuera tan profundo. Es algo más pedestre. Los carteles simbolizan que han pasado cuatro años y todo „sobre todo uno mismo„ sigue en su sitio. Ya a nadie le importa el cartel. No decanta elecciones, no determina el voto, nadie lo mira sino para medir el Photoshop o mofarse del «ninot indultat/fallera major» de la Comissió Congrés dels Diputats. ¿Qué futuro le aguarda al viejo cartel? Propuesta: si el vinilo ha sabido reinventarse explotando la veta «vintage», el anacrónico cartel electoral „muerto Renau„ sólo puede pervivir en la era del píxel y el retuit si labra esa faceta sentimental de paisaje cívico ritualizado. Además: ninguna pantalla da tanto gusto de rayar con un bigote o una frase boicoteadora.