La última que vi era de Compromís, no recuerdo dónde. Dio tres vueltas a la manzana como si se le hubiera bloqueado el volante en una sola dirección. «Por una nosequé mejor; vote a nosequién». No es despectiva esta desmemoria, es que olvidé los datos fundamentales porque me quedé con la emoción: la de las mañanas de despertarse en el pueblo con el riff del afilador. Puede que esta última furgoneta que me estuvo rondando como a un púgil tambaleante buscara únicamente eso, destrozarme con un recuerdo infantil. La furgoneta es también un escudo sentimental en una entrevista feroz. No hay político que se resista, acorralado tras exhibir contradicciones en su discurso, a invocar a la furgoneta como si dentro estuviese el Equipo A: «Yo he vivido la política muy intensamente desde siempre, desde que iba en furgoneta a pegar carteles». Es un impulso liberador y un grito de rebeldía dirigido al electorado, que en ese momento verá, en lugar de a un tipo con corbata que trata de venderle enciclopedias a la puerta de casa, a un joven dinámico en la semiclandestinidad del interior de una furgoneta, preparado para atracar llenar la ciudad de carteles o atracar un banco, según se tercie. Estos años nos han demostrado que algunos barruntaban muy en serio la segunda opción.