En uno de esos momentos en los que la política funde sus fronteras con Kafka, el presidente Mariano Rajoy se puso a entrevistar a un periodista, Carlos Alsina „«¿y la europea?»„ para luego presentarse como un esclavo de un alma ignominiosa que zarandea al partido de plató en plató a su antojo, quitándole al presidente del gobierno su capacidad de gobernar su vestuario: hablamos a la resignación de Rajoy a que habría un debate entre Margallo y Junqueras porque lo había decidido el director de campaña. Faltó en Rajoy la expresión de terror y el sudor recorriendo las arrugas de la frente cuando se fue acercando al término «director de campaña». Pero se reconoce su temor porque no pasó de ahí: quién sabe si solo nombrar a Moragas hubiera hecho al presidente entrar en una espiral de delirios como quienes se aproximaban a los monstruos primordiales de Lovecraft. Hay una intención poco velada de arrinconar a los jefes de campaña a la penumbra de los partidos, como si la oscuridad alentara el alma de Maquiavelo. Un día entra Pedro Sánchez en la habitación del hotel y se encuentra a su innombrable esperando en el sillón, como a Philip Seymour Hoffman en «Los idus de marzo». Este le obliga a repetir mitin tras mitin la anécdota de Juana, limpiadora hostigada por el gobierno que cambia de padrón y empleo según convenga. «Se acabó: no puedo ubicarla en más ciudades ni atribuirle más trabajos», se atrinchera Sánchez. «Llámala Valeria» es la única respuesta.