Antes, todos los católicos iban a misa. Hoy, entre el wifi y el laicismo, muchos conversan con Dios desde casa y sin intermediarios con comisión. El templo ya no es lo que era. Ocurre igual con la sacrosanta liturgia electoral de antaño: el mitin. Ya no es ni sombra de su glorioso pasado. Es a la política lo que el fax a la comunicación o el teletexto al televisor: se incluye más por compromiso que por utilidad. Más todavía: el mitin, antes pieza central de movilización y «agitprop» para los fieles a la marca, ha mutado en coartada para generar el contexto que propicie un corte de 20 segundos para el telediario. La televisión: ésa es la verdadera iglesia de la política, con capillas llamadas prensa, radio o Twitter. De protagonista, el mitin ha pasado a mero «atrezzo». Su reconversión industrial ha comportado cambios. El más patético, el de los figurantes «colocados» (hay que ir hasta las cejas para prestarse) detrás del líder con la misión de arroparlo, dar bien a cámara y aplaudir cuando toca. La clac de toda la vida pero sin cobrar (ejem). Los partidos alegan que ahora prefieren los espacios pequeños, más cercanos a la gente. Todo menos decir la verdad: que las plazas de toros sólo las llena hoy El Soro 2.0. Bien pensado, el ritual del gran mitin (banderita, «bocatachorizo», billete de tren de vuelta al pueblo y la emoción de oír la sintonía que rejuvenece los ideales cascados por la realidad) se parece a una corrida del Soro: entre lo temerario, lo grotesco, la apariencia y lo nostálgico. Un quiero y no puedo.