Indivisibles salvo por uno o por sí mismas, la nueva política deparaba el fin de la soledad de las letras primas. Se acabaron los tercetos de consonantes, la arrogancia de las mayúsculas aleatoriamente acentuadas: Pepé es aguda, Pesoe llana, como el rey, pero quién puso la norma. Ya no se requerirá a los Monty Python para explicar el tablero. Imaginen al votante de hoy perdido en la sopa de letras de las primeras elecciones: UCD, AP, PSOE, PSP-US, PCE, PDPC, UC-DCC, C-3PO. Lo primero que necesitaba un partido entonces para sentarse a la mesa eran apellidos, en una concepción aristocrática de la política que ahora es atropellada por el ímpetu rebelde del sustantivo y el verbo. El problema de acumular términos es que luego tienes que mantenerlos. Al PSOE le han acusado de no regar la S y la O pero nadie podrá reprochar a Iglesias dejar de poder ni a Rivera no ser parte de la ciudadanía. Mientras, de los partidos hacia afuera la vida se encripta: en fútbol tenemos la BBC y la MSN, los niños no juegan a la videoconsola sino a la PS4, y la televisión no se ve de narices sino en HD. Eso es la modernidad: convertir la rutina en un complejo entramado de conceptos y pedirle a la política que quepa en una palabra.