Abandonado desde hace tiempo por el desodorante del nacionalismo catalán, el PSOE ha llegado a un pacto de legislatura con el PNV que le garantiza estabilidad parlamentaria y la aprobación de los presupuestos de 2011 y 2012: un balón de oxígeno fundamental para un Zapatero más bien asfixiado. El acuerdo deja en una extraña situación el partido socialista vasco, pero la aritmética parlamentaria obliga a hacer operaciones complicadas, y lo primero es lo primero. Conviene fijarse en el dato que, en pleno 2010, aún se pueda acordar la transferencia de veinte competencias pendientes, previstas en un Estatuto de Autonomía que se aprobó en 1979. Tres décadas, tres, y aquella ley orgánica todavía no está plenamente desarrollada. Treinta años de tacañería del estado a la hora de soltar lo que por ley ya no debería tener en sus manos. Y aún habría más transferencias posibles antes de agotar el catálogo estatutario; quizás las guardan para más adelante, para nuevas negociaciones.

No cuesta mucho imaginar una traslación catalana de este esquema. Basta con sustituir el PNV por CiU, pero no ahora, sino tras las elecciones de noviembre. Probablemente las ganará CiU, pero si no fuera así, podría negociar igualmente desde la oposición, como han hecho los nacionalistas vascos. Hay materia de sobras: para empezar, Zapatero tiene pendiente de cumplir la promesa de compensar, por la vía de las leyes y de los decretos, el recorte del Estatut de 2006 que aplicó el Tribunal Constitucional con su dilatada sentencia. Y también hay que ir transfiriendo de forma efectiva todo aquello que la sentencia no eliminó. Bien administrados, estos deberes pendientes pueden dar pie a la aprobación de varios presupuestos, tanto si los presenta Zapatero como si lo hace Mariano Rajoy.

Es verdad que el líder de CiU, Artur Mas, se sintió humillado y ofendido cuando Zapatero incumplió su acuerdo y no obligó a Montilla a renunciar a la presidencia. También es verdad que Mas ha convertido la reivindicación del concierto económico para Cataluña en el tema estelar de su propuesta electoral y que, por tanto, debería negarse a trabajar con ningún gobierno español que no aceptara negociarlo. Pero es increíble la velocidad con que el pragmatismo puede hacerse dueño de la situación justo después de unas elecciones. No hace tantos años que Jordi Pujol aceptó entenderse con el PP del Aznar más centralista porque "la caja la tienen ellos". Y una bien publicitada batería de acuerdos que "profundizan el autogobierno" suele tener efectos balsámicos sobre las inquietudes del electorado convergente, acostumbrado a valorar el pájaro en mano.