"Fue ejecutado a las cinco de la madrugada del 20 de abril de 1963, ante los faros de unas camionetas. Los reclutas del pelotón de fusilamiento estaban muy nerviosos. Dispararon 27 balas, pero el oficial al mando tuvo que rematarle con tres tiros de gracia. Nunca lo olvidaré", recuerda el abogado Alejandro Rebollo -que era entonces capitán del Ejército y sería presidente de Renfe en 1980-, quien actuó como defensor de Julián Grimau, responsable del Partido Comunista de España en la clandestinidad, cuyo centenario devuelve este año el eco de una muerte que sacudió los cimientos del franquismo y acabaría por provocar también un cisma en el comunismo español.

Grimau fue detenido en 1962 y durante los interrogatorios cayó por una ventana desde un segundo piso, se golpeó en la cabeza y se fracturó las muñecas. El Ministerio de Información y Turismo, que entonces dirigía Manuel Fraga, sostuvo que se había tirado de forma "inexplicable", tras encaramarse a una silla. Siempre flotó la sospecha de que había sido arrojado al vacío por sus torturadores. El dirigente comunista fue encausado por supuestas torturas y asesinatos en una cheka de Barcelona durante la Guerra Civil, pese a que estos delitos habían prescrito al haber transcurrido más de 25 años desde el final de la contienda. "Grimau nunca figuró en la causa general abierta tras la Guerra Civil. Además, no se probó ni uno de los crímenes que afirmaban había cometido. Fue secretario general de la Brigada de Investigación Criminal y, por tanto, era un policía dedicado a perseguir delitos comunes", sostiene Rebollo, que abandonó el Ejército tras el polémico proceso.

Aberración judicial

El juicio sumarísimo, celebrado en abril de 1963, fue una aberración procesal. Los testigos declararon que conocían sólo de oídas los supuestos crímenes del encausado y ejerció de ponente un impostor que nunca estudió Derecho, Manuel Fernández Martín, que era secretario del entonces ministro del Ejército, el general Pablo Martín Alonso. Además, no fueron tenidos en cuenta los alegatos de Alejandro Rebollo, el único presente en la sala que era abogado. La condena a muerte, que convirtió a Grimau en el último ejecutado de la Guerra Civil, fue ratificada por el Consejo de Ministros a pesar de la masiva campaña internacional a favor del indulto, en la que el propio papa Juan XXIII envió una carta a Franco pidiendo clemencia.

Aunque nacido en Madrid, Grimau comenzó su carrera profesional y política antes de la Guerra Civil en A Coruña, en la que fue subgerente de la editorial La Fe, que era una especie de Fnac de la época, con sede en Madrid y delegaciones en las principales ciudades españolas. El local era un hervidero republicano frecuentado por intelectuales, políticos y artistas.

Republicano primero

Estas relaciones le llevaron a iniciarse en la política en la ORGA, el partido republicano con tintes nacionalistas del político coruñés Casares Quiroga, que llegaría a ser jefe de Gobierno y ministro en la República. La decisión incomodó al padre de Grimau, que era partidario de los federales de Martínez Barrios y el propio Grimau acabaría por distanciarse del dirigente coruñés y entrar en el Partido Comunista.

Según sostiene el autor José Luis Losa en su libro Caza de rojos, Grimau confesaría tras la Guerra Civil en La Habana al médico Francisco Comesaña que Ánxel Casal y Arturo Cuadrado lo habían prevenido contra Casares Quiroga, "un oportunista a la búsqueda de puesto en Madrid".

La red clandestina

A finales de los años 50, Grimau, miembro del comité central del PCE a la sombra de Santiago Carrillo, se convertiría desde París en el principal responsable de la red clandestina del partido en España, hasta que él mismo es obligado por la dirección a integrarse en ella. Y acaba detenido, torturado y fusilado por la temible policía política de Franco.

Su muerte sirvió al Partido Comunista para orquestar una de las mayores campañas internacionales contra el franquismo, pero a la larga se volvió en su contra. Un histórico ex dirigente del partido, Jorge Semprún, convulsionó a la militancia comunista en 1977 con un vitriólico libro -Autobiografía de Federico Sánchez, una exhibición de los trapos sucios de la clandestinidad comunista premiada con el Planeta-, en el que acusa a Carrillo de haber enviado a Grimau a una muerte segura para sacárselo de encima.