Hubo una vez un país cuyo vicepresidente económico, en el estallido de una de las peores crisis de la historia, llamaba despectivamente "ese chico" al presidente del Gobierno, y éste a su vez, de forma peyorativa y haciendo gracietas con los ministros más jóvenes de su gabinete, se refería al vicepresidente como "el abuelo cascarrabias". El país era España, en pleno pinchazo de la burbuja inmobiliaria; el presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, y el vicepresidente, Pedro Solbes (Pinoso, Alicante, 1942). Un hombre al que siempre le definió la prudencia, pero que ha decidido ahora romper su silencio con unas memorias, de próxima publicación, cuyo anuncio ha sorprendido más a extraños que a propios. Y es que, si quienes sólo conocen a Solbes por su ejecutoria pública han alabado siempre su discreción, quienes más cercanos han estado de él conocen perfectamente hasta qué punto tenía ganas de desahogarse y contar que la política económica que aplicó en el inicio de la recesión el Gobierno socialista estaba muy alejada de la que él hubiera ejecutado de tener las manos libres.

De todas formas, que nadie se alborote. Si lo más jugoso que cuenta el libro -que saldrá a la venta a partir del próximo 19 de este mes-es lo que contiene el único capítulo que hasta aquí se ha filtrado, donde relata sus últimos desencuentros con Zapatero a propósito del control del déficit, justo antes de que éste le relevara y nombrara a Elena Salgado en su lugar, entonces es que Solbes sigue siendo Solbes, el técnico leal al Estado -de hecho las memorias se subtitulan "40 años de servicio público"-, que jamás desvelará nada que pueda perjudicar a éste. Aunque le hierva la sangre.

No en vano, el dos veces ministro de Economía -primero lo fue con Felipe González- es uno de los funcionarios de mayor rango en el escalafón español y uno de los pocos que sabía lo que se cocía en la entonces Comunidad Económica Europea a principios de los años 80, cuando mientras en España se intentaba sacar adelante la transición él ya estaba destinado en Bruselas trabajando para que nuestro país entrara en ella. Es en Europa, precisamente, donde Solbes tiene ganado su mayor prestigio: entre gobierno socialista y gobierno socialista, él fue el comisario de Asuntos Económicos y Monetarios durante la conversión al euro de las divisas nacionales.

Solbes fue miembro de los últimos gobiernos de Felipe González, los que van de 1991 a 1996, aquellos en los que los ministros se desayunaban cada día con un escándalo -Juan Guerra, Roldán, Mariano Rubio...- y que tuvieron que capear la crisis anterior a ésta. Para afrontarla, González le nombró ministro de Economía y Hacienda (antes lo había sido de Agricultura y Pesca) en 1993, tras ganar contra todo pronóstico las elecciones frente al PP. Y su mayor orgullo estriba, precisamente, en que en tres años le dejó a su sucesor, Rodrigo Rato, un país en la senda del crecimiento. Pese a que Aznar siempre se ha apuntado el mérito de aquella recuperación, Rato jamás ha escatimado, ni cuando estaba en activo en política ni después, elogios a su predecesor.

Aunque resultó elegido diputado por Alicante -provincia en la que nació y estudió en los Maristas el bachillerato y donde conserva una casa y muchos amigos, aunque su vida está desde hace décadas a caballo entre Madrid y Bruselas-, Solbes volvió a refugiarse en Europa hasta que en 2004 le llamó Zapatero. ¿Por qué esa llamada? Desde luego, no porque coincidieran en absoluto en sus formas de ver la economía, esa disciplina que el también luego ministro Jordi Sevilla le aseguraba al diputado leonés que le enseñaría en "dos tardes". Lo que coincidían eran dos necesidades. Primero, y más importante, la de Zapatero. El líder socialista afrontó la campaña de 2004 realmente convencido de que podía ganarla. Con independencia de los salvajes atentados terroristas del 11 de marzo de aquel año, Zapatero sabía que el PP llegaba a esos comicios con muchos flancos abiertos: con un candidato nuevo y poco carismático, que tenía que cargar con la huelga general, que había sido un éxito a pesar del relato de Urdaci en TVE; el accidente del Prestige y la desidia del ministro encargado, Álvarez Cascos, que siguió de caza mientras el petrolero se hundía; el accidente del Yak 42, que el ministro Trillo quiso enterrar tan rápido que hasta cambió los cadáveres; pero, sobre todo, la guerra de Irak, con la mayoría de los españoles, entre ellos la Iglesia, de forma más que activa, en contra de la participación de nuestro país en el conflicto y sin entender a qué jugaba Aznar ni a qué venían, ni la foto de las Azores, ni el retrato con Bush fumándose un puro con los pies encima de la mesa.

En esas circunstancias, Zapatero sabía que él también tenía un costado débil: el de la desconfianza de los empresarios hacia un candidato claramente enfrentado a los Estados Unidos. Los principales patronos españoles no habían estado de acuerdo con que España se implicara en la guerra, pero temían de igual manera la reacción de Estados Unidos si Zapatero cumplía -como así hizo- su promesa de sacarnos de ella de inmediato y desconfiaban de él en materia económica, porque lo consideraban un radical. Por eso -hay quien dice que después de hablarlo con el propio Felipe González- buscó Zapatero a Solbes: para tranquilizar a la gran patronal, para transmitir a los empresarios un mensaje de serenidad.

¿Y por qué dijo Solbes que sí a la propuesta? Porque a los 62 años ya tenía ganas de dejar Europa y recuperar definitivamente su vida en Madrid, junto a su mujer Pilar. Y porque, aunque veía cosas que se iban torciendo, en 2004 España todavía estaba en una fase expansiva. Y le apetecía bailar con la guapa, después de haberle tocado la fea entre 1993 y 1996, además de pensar que podía enderezar el rumbo de aquellos indicios que empezaban a señalar el fin del ciclo alcista y el inicio de otra recesión.

Fue, pues, el de Zapatero y Solbes, un matrimonio de conveniencia desde el primer momento. No es que jamás hubiera amor, es que ni siquiera hubo intento de seducción. A Zapatero, Solbes en realidad le parecía un representante de la vieja guardia -aunque no militara en el PSOE- a la que él había ganado. Y Solbes jamás creyó que Zapatero estuviera preparado para ser presidente del Gobierno. Así que, como vicepresidente, Solbes se vio desde el primer día vigilado en sus decisiones, cuando no directamente saboteado, por el gabinete económico que Zapatero creó en la Moncloa y cuyas recomendaciones chocaban frontalmente con las suyas.

Paradójicamente, su mayor momento de gloria resultó fruto de una traición a sí mismo, aunque fuera por volver a mostrar la lealtad de buen técnico que siempre le caracterizó. Ocurrió en la campaña electoral de 2008, cuando tuvo que enfrentarse en televisión y en un cara a cara con el candidato a sucederle al frente del Ministerio de Economía si ganaba el PP, Manuel Pizarro. Destacados dirigentes del PSOE desaconsejaron aquel combate televisado, convencidos de que el carácter pausado y pedagógico de Solbes le haría perder. Para pasmo de todos, Solbes barrió literalmente a Pizarro en aquel debate. Pero lo hizo poniendo en juego todo su prestigio para negar algo que él sabía que era cierto: que venía una crisis y no era pequeña.

Plan E y los 400 euros

A partir de ahí, todo fue a peor. Con Zapatero negando la crisis y su gabinete de Moncloa planificando políticas expansivas que aumentaban el déficit, mientras Solbes intentaba contenerlo y convencer al presidente de que ese camino era un suicidio. Su opinión dejó de ser definitivamente tomada en cuenta. Zapatero puso en marcha, con su criterio en contra, medidas como los 400 euros de devolución en el IRPF a millones de ciudadanos, con independencia de su nivel de ingresos, o el Plan E, para realizar obras públicas en todos los municipios, mientras Solbes ocultaba cada día menos su distanciamiento, no sólo de esas políticas, sino de la falta de reformas de calado, como la del Estado de las Autonomías, que para el vicepresidente se había convertido en una trampa. "Vivimos -llegó a confesar en privado por aquellos días- en el peor de los sistemas: un estado federal clandestino, donde todo el mundo tiene derechos y nadie obligaciones".

Al final, cuando sonaba su móvil y era Zapatero, Solbes no se cortaba en separarse del grupo en el que estuviera, tras mostrar quién llamaba y exclamar, con voz cansina, "a ver qué quiere ahora este chico". Mientras el presidente, por su parte, animaba a sus ministros más jóvenes y aguerridos a no hacer demasiado caso al "abuelo cascarrabias". Pero ese es un epílogo que Solbes, por mucho que se rebele y cuente ahora algunas batallas, difícilmente admitirá en sus memorias.