El 12 de julio de 1997 ETA descerrajó dos tiros por la espalda al joven concejal del PP de Ermua (Vizcaya), Miguel Ángel Blanco, tras un agónico ultimátum de 48 horas que había mantenido a España entera en vilo. Lo que sucedió después no entraba en los planes de la banda terrorista. La pena y el dolor de una sociedad conmocionada dio paso a la indignación en forma de una marea incontenible de manos blancas. Ya fuera en el País Vasco o en cualquier otro lugar, los ciudadanos salieron en masa a las calles a gritar "Basta ya". Aquel aciago julio nació el 'Espíritu de Ermua' y ETA, sin saberlo, comenzó a perder, y ya no paró de hacerlo. En octubre de 2011, debilitada por la presión policial y la pérdida de apoyo social, declaró el cese definitivo de la actividad armada. En abril de este año, entregó sus arsenales a Francia.

La práctica desaparición de ETA -solo le queda anunciar su disolución- ha normalizado el escenario en el País Vasco. No era lo mismo hace 20 años. La omnipresencia de la banda condicionaba todo movimiento político mientras su base social imponía el silencio en las calles mediante la intimidación. Décadas de actividad armada con cientos de muertos a sus espaldas amparaban su dictadura del terror, todo engrasado con un potente aparato organizativo. A pesar de que en 1992 ETA sufrió su primer gran golpe con la detención de su cúpula en la localidad francesa de Bidart, lo cierto es que a mediados de los 90 no era, ni de lejos, un grupo terrorista en decadencia.

Golpe y reacción

El mes de julio de 1997 comenzó con un golpe a la banda con la liberación, tras 532 días secuestrado en un lóbrego zulo, del funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara. Aquel 1 de julio, en Ermua, en casa de sus padres, un anónimo joven concejal del PP de 29 años, llamado Miguel Ángel Blanco, al ver a un demacrado Ortega Lara por televisión, comentaba a su madre: "Amatxo, si a mí me pasara algo así, yo preferiría que me mataran". Un comentario casual, al hilo de las imágenes que emitían los telediarios, que a los pocos días cobraría un sentido amargo y funesto.

El 10 de julio a las 15.3o -mañana hará 20 años- según la sentencia de la Audiencia Nacional, al salir de la estación de tren de Ermua tras volver de trabajar, Blanco fue abordado por la etarra Irantzu Gallastegi, Amaya,y conducido a un vehículo donde aguardaban José Luis Geresta Mujika -se suicidó en 1999- y Francisco Javer García Gaztelo, Txapote. Tres horas después, ETA comunicó su secuestro y un ultimátum que heló la sangre a España: ejecutaría a su rehén en 48 horas si el Gobierno no acercaba a más de 400 presos etarras al País Vasco.

Angustia sostenida

Poco a poco, fue calando en la sociedad un extraño sentimiento, una mezcla de empatía por el joven y al mismo tiempo de fatalismo por el desenlace, ya que ceder al chantaje y gestionar una operación de acercamiento de presos de tal envergadura en tan poco tiempo era imposible. El jefe de la investigación de la Guardia Civil en aquellos días, el general retirado Pedro Muñoz Gil, aseguraba recientemente en una entrevista a la Cadena Cope que el joven edil vizcaíno "estaba condenado desde el principio".

Ese mismo día comenzó una impresionante operación de búsqueda en la que participaron cientos de agentes de la Guardia Civil, la Ertzaintza y la Policía Nacional. Pero cada registro acababa sin resultados. Ese mismo día, avanzada la tarde, los vecinos de Ermua se echaron a la calle e iniciaron un movimiento tectónico que acabó sacudiendo a toda la sociedad. A partir de ese momento, la respuesta ciudadana fue adquiriendo una dimensión desconocida.

Al día siguiente, en ciudades grandes y pequeñas se empezaron a improvisar altares de velas donde los ciudadanos acudían a hacer vigilia, contando cada minuto, o a rezar por un gesto de piedad. Al final, en aquellas 48 horas se calcula que unos seis millones de personas salieron a las calles. Primero, con un hálito de esperanza contenida, angustiada. Tras el fatídico final, con dolor. Y rabia. Un hartazgo escenificado en millones de manos blancas -un símbolo contra ETA aparecido un año antes, tras el asesinato del jusrista Francisco Tomás y Valiente- y en un grito unánime contra la barbarie terrorista que puso los cimientos del fin de ETA.

Una reacción que fue especialmente significativa en el País Vasco, donde, por primera vez se resquebrajó de forma masiva el muro de silencio impuesto por el entorno de ETA. La manifestación convocada por el Gobierno vasco en Bilbao aquel 12 de julio, antes de que expirara el ultimátum, fue la más multitudinaria de la historia contra la banda terrorista.

Sin embargo, a las 16:40 de ese mismo día, unos vecinos de Lasarte encontraron al concejal moribundo. Las emociones se desbordaron. Se rompieron tabúes y las concentraciones de repulsa se realizaron incluso frente a las sedes de Herri Batasuna. En la propia Ermua tuvo que ser incluso protegida del ánimo de los manifestantes. La indignación se impuso al miedo. Blanco murió a las tres de la mañana del 13 de julio. Se tardó casi dos horas en informar de su fallecimiento. Nadie quería dar semejante noticia.

Pero ya no se podía dar marcha atrás. Los acontecimientos seguían su propia lógica. Incluso en el mismo entorno abertzale hubo una fractura. Uno de sus dirigentes, Patxi Zabaleta, condenó el asesinato. También lo condenaron exdirigentes de ETA en prisión como Joseba Urrusolo Sistiaga. La sociedad empezó a ganar el pulso cívico al entramado del terror. Aún habría decenas de asesinados más hasta la derrota de ETA -hasta 67- pero a partir de Blanco todos contaron con un rechazo social que fue arrebatando la calle a la banda y sus acólitos.

Firmeza frente al terrorismo

Como explicó el presidente del Centro Memorial Víctimas del Terrorismo, Florencio Domínguez, en unas jornadas celebradas esta semana en Santander, el caso de Miguel Ángel Blanco provocó una reacción de repulsa al terrorismo "como nunca antes se había registrado" en España y que resultó "clave" para que los sucesivos gobiernos adoptaran "políticas de mayor firmeza" frente a ETA.

El impulso de esta rebelión cívica permitió la firma, tres años después, del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo entre el PP y el PSOE, que para el general Muñoz Gil fue "fundamental" para conseguir el final de la banda, ya que sirvió para atacar al entorno de ETA, "que hasta entonces se había ido de rositas", con la Ley de Partidos de 2003.

Txapote, verdugo de Blanco aquel interminable 12 de julio y uno de los seguidores más fanáticos de la estrategia etarra de la 'socialización del sufrimiento' -por la que unos 22 de ediles del PP, PSE y UPN fueron asesinados entre 1995 y 2008-, fue arrestado en Bayona en febrero de 2001. En 2006, fue condenado junto a Amaya a 50 años de prisión por el secuestro y asesinato del edil de Ermua.

Como resumió Domínguez. "ETA ha sido derrotada por el Estado de Derecho, pero la prevención del terrorismo futuro pasa por asentar en la sociedad una deslegitimación de la violencia pasada y por no buscar justificaciones a esas violaciones de los derechos humanos".