Poco tiene que ver ya el Salón del Automóvil de Barcelona, con lo que fue hace unos pocos años, empezando por su nombre, ya que ahora es el Automobile Barcelona. Esta nomenclatura es un claro guiño a lo que pretende ser y en lo que pretende convertirse la muestra catalana: un escaparate que compartirá a coches y nuevas tecnologías.

Este año ya se ha podido ver un avance de este proyecto. Al más puro estilo Duty Free, los periodistas debíamos pasar por el Connected Hub, para llegar hasta el motorshow. Es decir que para ver coches antes teníamos que ver la zona habilitada para exponer toda la tecnología relacionada con la conectividad, además de soluciones de movilidad y nuevos modelos de negocio.

Cuando se deja atrás esta zona y se entra en el espacio dedicado en exclusiva al automóvil, uno entiende porqué se tratan de fusionar estos conceptos en un mismos salón. Y es que la presencia de marcas y la zona expositiva de las mismas ha menguado notablemente con respecto a años anteriores. Esto es un fiel reflejo de la actual situación del mercado, que pese a estar ya más recuperado, no se encuentra para muchas florituras ni muestras de músculo.

Recorriendo los pasillo de la muestra apenas encontramos una novedad mundial y un par continentales, un triste bagaje para el que es el salón de referencia en el segundo país productor de automóviles del viejo continente. Ver primicias como el nuevo Seat Ateca FR, el Mercedes-Benz Clase S, el Lexus LS500, o el Kia Stinger entre otras, nos hizo olvidar por unos instantes que puede que estemos ante uno de los últimos salones nacionales en los que el automóvil siga siendo el protagonista, frente al empuje de la tecnología.