Son las dos en punto de la tarde en la calle Garrigues, a escasos cincuenta metros del ayuntamiento, donde la fallera mayor toma el micrófono y da permiso para que comience la «mascletà». Valencia entera está pendiente de la plaza del Ayuntamiento en este momento: la policía se despliega por todo el centro, los autobuses modifican sus rutas y en las estaciones de metro hay tanta gente que las alfileres se quedan fuera. Pero no todos lo están. Por esta calle pasean no pocas de personas ajenas al espectáculo emblemático de la ciudad en estos días. Algunos por prisa, otros por trabajo o por aburrimiento, pero todos ellos «pasan de la ‘mascletà’».

La voz de la fallera mayor es la última que la sinfonía de pólvora permitirá escuchar con nitidez los próximos cinco minutos. Un suave silbido resuena cuando el primer cohete alcanza el cielo. Finas columnas de humo que desembocan en estallidos empiezan a elevarse por encima de los edificios. En este momento Verónica Sánchez gira la cabeza hacia la plaza durante un segundo sin amainar el paso. La «mascletà» no le quita el sueño y camina hacia casa dejándola atrás: «Paso por aquí y no me giro porque me aburren, de pequeña me gustaban más, ahora veo la última y alguna más porque a mis amigas les gusta ir, siempre es lo mismo y después el metro no se puede ni coger para volver a clase».

Los fuegos artificiales empiezan a rugir con violencia y la plaza se desvanece en una nube de humo. Aún son muchos los que corren para no perdérselo. Uno de los que pasa por aquí esquivando a los rezagados es Andrés Sancho. Lleva auriculares que aprieta contra sus orejas con los dedos índices. «Para mí las ‘mascletades’ no tienen ninguna gracia, solo hay ruido y humo, no voy nunca», comenta con desgana mientras se vuelve a colocar el auricular derecho y se marcha moviendo la cabeza al son de su música.

El repiqueteo de los petardos es cada vez más rápido y no permite oír el ruido de los tacones de Ana Peris, que viene de compras cargada de bolsas y visiblemente agobiada. «A mí lo que no me gusta es la aglomeración de gente que se forma, todos los años la veo una desde un balcón, por juntarnos con los amigos, pero no soy muy aficionada», explica.

Lo mismo opina Luis Rodríguez, su acompañante al que casi pierde entre la gente: «Mucho agobio, yo me pongo un poco nervioso con las aglomeraciones de gente, y de todas formas tampoco me entusiasman los petardos».

Un minuto después, la «mascletà» alcanza el clímax con un estruendo que suena como una lluvia de truenos. Un terremoto sacude a los asistentes, que se tapan los oídos y abren la boca. En la puerta de la cafetería que hace esquina con la calle San Vicente, varias madres bajan el capazo de sus carros para proteger del humo y del ruido a sus hijos.

Ajenos a ello, pasean del brazo dos ancianos, Manuela y Fernando, quienes dicen estar algo mayores para estos actos. «No nos asustan los petardos, hemos sido muy falleros, pero ya no aguantamos mucho de pie y con el ruido nos duelen mucho los oídos, que lo disfruten los jóvenes, nosotros ya poca cosa», cuenta Manuela con cierta tristeza. Ambos prosiguen con su lento paso dejando a sus espaldas la «mascletà».