­Un ciclista frunce el ceño en el cruce entre Jorge Comín y Luis Buñuel, frente al solar desierto. «... Pero si había leído que la iba a hacer Santaeulalia», comenta cuando se le indica que ahí no habrá falla este año. Ha de referirse a L´Antiga de Campanar, de nuevo máximo exponente del sector. Contrariado, el ciclista sigue su camino dejando un epitafio en el aire: «Donde no hay dinero no se hacen cosas».

Solo vecinos y paseantes extraviados deambulaban ayer por la zona más moderna de Campanar, donde hace no tanto ríos de gente confluían ante un monumento de un millón de euros que se colgaba, cada 16 de marzo, el primer premio de la Sección Especial. Nou Campanar empezó a perder lustre (y galardones) hace tres años, y en sus últimos estertores dio un giro experimental. Se marchó Armiñana y con él el dinero y la mayoría de la gente; así que el único monumento de hoy lo esbozan las preguntas de los despistados.

«Si me pagaran un euro cada vez que preguntan...», se resigna José Soriano desde el otro lado de la barra del Racó El Mosset, bar que abrió en la calle Jorge Comín hace tres años, justo a tiempo para comprobar el declive fallero de la zona: «El primer año fue muy fuerte, el pasado empezó a flojear y ahora ya ves». Lo que se ve es una terraza semivacía, igual que la de Sabores de Durban, en un enclave estratégico, justo en el cruce frente al solar. Dentro del local hay más ajetreo: «Porque la gente de aquí nos conoce, llevamos mucho tiempo», señala la responsable, Nieves Domingo. «Pero un día como hoy hace unos años yo no podría pararme a hablar contigo», apunta. Ellos abrieron en plena fiebre «armiñaniana», durante la serie de seis primeros premios consecutivos y la explosión en el censo de falleros.

«Es como si estuviéramos en Cuenca», lamenta Mónica Romero, cuya farmacia en Jorge Comín parece hoy a un océano de distancia del clamor fallero, extinguidos el alboroto y las demandas de Lizipaina en tropel. «Más que las ventas se echa de menos el ambiente», ratifica su compañero Gabi García, que luce, como el resto de compañeros de la farmacia, un polar verde con un masclet a modo de imperdible. Los adornos de los boticarios son de los pocos rastros de la fiesta en un enclave en la que los petardos se oyen como tacones lejanos. Eso sí, se puede aparcar y «antes te tenías que ir casi al Bioparc», bromea Paco García, vecino de la calle Riola que agradece cierta tranquilad.

Dos calles más allá del desierto, sin embargo, una falla recuerda que en la zona se perpetúa la tradición. Es la del Pouet, que durante los noventa llegó a contar con cuatrocientos falleros y que vivió de cerca el fenómeno Nou Campanar, padeciendo incluso alguna intromisión en territorio propio. La fallera Ángeles Peña cuenta con cierto orgullo que no hubo transfuguismo a la vecina galáctica en sus años de esplendor. Ahora una familia de Nou Campanar sí se ha pasado a la modesta y longeva resistencia del Pouet.

Una cafetería, un gimnasio y oficinas ocupan los bajos que antes sirvieron de casal para el mastodóntico proyecto, mientras carteles de futuras construcciones quedan en el solar como vestigios de otra época en la ciudad, en la que la reina de las fiestas se alzaba donde hoy solo paran ciclistas desorientados.