E s de sobra conocida la extraordinaria devoción que a las reliquias de santos profesaba el Patriarca y arzobispo de Valencia San Juan de Ribera (1568-1611). Y su afán por conseguirlas sin reparar en gastos y removiendo toda su influencia con papas, reyes y nobles. Pero asegurándose que eran auténticas; es decir, obteniendo los correspondientes certificados que testificaban su identidad. Y para guardarlas erigió en su iglesia una preciosa «capilla de las Reliquias», tras la sacristía, en cuyo interior dispuso un rico armario forrado de terciopelo rojo cubriendo todo el muro derecho, para depositarlas. Armario distribuido en cuatro gradas, sobre las que se ordenan las reliquias dentro de sus arquetas doradas o urnas de plata; y que se cierra con dos grandes y bellas puertas labradas de talla, con fondo azul y florones dorados.

Y es, que San Juan de Ribera deseaba que Cristo Sacramentado se encontrase en su Real Capilla de Corpus Christi rodeado de santos como en el cielo; pero al menos acá en la tierra, ya que no podía ser exactamente igual, de alguna de sus reliquias; y por el motivo que escribió en sus Constituciones: «de cuya veneración han de resultar muchos bienes espirituales y temporales a esta nuestra Iglesia». Y así como su en su Real Capilla al culto oficial de la Iglesia a la Eucaristía le añadió un bello toque de originalidad con sus «jueves del Patriarca» y su «procesión de la Octava», lo mismo hizo con el culto a las reliquias dedicando el viernes de cada semana del año a su veneración.

No obstante, a nivel personal y en este afán de acoger sagradas reliquias en su Capilla que contaba ya con las de Jesús y de su Madre María, echaba de menos poseer alguna que fuera del padre y esposo respectivo, San José, por más que lo intentó hasta su muerte. Para así exponerlas reunidas a la veneración de los fieles como «reliquias de la Sagrada Familia». Sin embargo, lo que no pudo conseguir personalmente a pesar de su empeño e influencias, dos siglos después de fallecido y sabedores de este su deseo, le dieron cumplimiento los religiosos agustinos del convento San Pío V de nuestra ciudad, convertido hoy en Museo con el mismo nombre. Porque, al decidirse en 1812 su desaparición para establecerse en él la Academia de Cadetes, que finalmente quedó inaugurada en 1819, los frailes donaron a la Iglesia del Patriarca la reliquia de San José que poseían consistente en una pedazo de su túnica con la que envolvió a Jesús al nacer. Con el documento original, además, que garantizaba su autenticidad de fecha 10 de abril de 1742; firmado por el cardenal Vicario de Roma, Fabricio Paulicci y la ratificación de esta firma por el obispo también romano, Luis Radicati.

Conviene también saber que desde el siglo XVI, dentro del mundo eclesiástico, se considera a Valencia la ciudad más devota de San José. Sustituyendo a El Cairo que lo era anteriormente, al haber acogido a la Sagrada Familia en una cueva durante cuatro años, en su huida de la matanza de niños decretada por el rey Herodes; cueva sobre la que años después se levantaría la Iglesia de San Sergio (Abu Serga). Y, demás, por la gran labor de los monjes de sus monasterios coptos en propagar esta devoción, aunque nunca sin superar a Valencia en entusiasmo y ruidosa popularidad gracias a su fiesta de las fallas.