Prácticamente todas las industrias o artesanías relacionadas con las Fallas sufrieron los rigores de la crisis. De la que han ido saliendo con diferente grado de facilidad. Pero si hay dos que están sufriendo especialmente es, por una parte, las pirotecnias y, sobre todo, los artistas. Tanto, que se ha convertido ya en un discurso monocorde, una llamada al gran miedo el peligro de continuidad que sufre la profesión.

Tanto es así, que la frase más repetida es «esto se muere», lo que sería la mayor de las paradojas en el momento actual, donde la declaración de la fiesta como Patrimonio de la Humanidad debería, precisamente, priorizar la protección del oficio y sus técnicas.

¿Qué ha podido pasar para que, y eso es una realidad palpable, cada vez más sean los artistas que abandonan el oficio? Fundamentalmente, la combinación de varios factores a la vez. Por una parte, la lentitud de las comisiones a la hora de aumentar la dotación a la partida de «monumento». Dentro de la recuperación general parece urgir más el componente festivo, que es el pegamento que une más al grupo humano. Tanto es así, que se extiende la creencia de que la asignación para falla no deja de ser el sobrante de todos los gastos del presupuesto de las comisiones.

La aparición de nuevas técnicas han provocado el aumento espectacular de los volúmenes y, por ende, de los costes, pero es que los propios artistas también son culpables de lo que está sucediendo y, en ese sentido, se reconoce la autocrítica: siempre hay uno dispuesto a hacer un trabajo similar por menos dinero y no siempre con toda la legalidad. No existe una puesta en común en aras a poner en valor el trabajo que se realiza. Tanto es así, que artistas que han emigrado para realizar trabajos de escenografía en el extranjero reconocen que el esmero que se pone en las fallas no tiene parangón. Precisamente, tampoco entran las ofertas que, antaño, completaban el presupuesto del taller: parques, decorados, atracciones feriales...

Además, hay un exceso de oferta. La creación del módulo de formación profesional ha puesto en el mercado numerosos jóvenes que quieren intentarlo, aunque la realidad les enfrenta a los enormes e inasumibles gastos fijos que supone abrir un taller, incluso aunque sea compartido.

A esto hay que añadir la masiva inspección que ha realizado Hacienda, y que ha acabado con no pocas multas, algunas de ellas de gran cuantía, lo que ha puesto en peligro no pocos talleres, incluyendo profesionales que hasta no hace mucho se movían en la élite.

A cada taller le entran tres mil euros, iva incluido, en concepto de fallas grandes. Descontado éste, hay que pagar todos los gastos fijos (local, gestoría, agua, luz, autónomo...); los sueldos de los colaboradores (los únicos que, más o menos, se defienden porque son asalariados) y el material para hacer las fallas (corcho blanco, madera, pintura, tecnología...). Lo que sobra es el sueldo. Si sobra algo.

La Ciudad del Artista Fallero ve cerrar cada vez más sus talleres. O reconvertirlos. La realidad vive de espaldas a la lírica.