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El paisaje de adoquín de Torrent

Rafael Narbona Levante-EMV

El paisaje urbano es tema habitual de discusión en muchos foros, en los que, incluso, se discute acerca de su propia existencia; pero como siempre que se habla de Paisaje, todo es según el color del cristal con que se mira. Si aceptamos el significado de Paisaje como «interacción del clima, suelo, relieve, vegetación y fauna», difícil lo tenemos para hablar de paisaje urbano, pues más bien es el resultado de la interacción del hormigón, asfalto y ladrillo cara-vista, tras arrasar con el clima, suelo, relieve, vegetación y fauna, es decir, con el lugar; y sin lugar no hay paisaje. Pero si entendemos el Paisaje como la capacidad que tiene el entorno para comunicarse con nuestro estado de ánimo, la cosa en sí cambia, y mucho. El Paisaje pertenece a la cultura y, por tanto, sólo se hereda si se enseña, se aprende, se entiende y se usa. Hay que comprender que su origen es estético (viene de lo pintoresco, todo aquello digno de llevar a un cuadro, o hoy en día digno de fotografiar) y que depende, por tanto, de un juicio personal condicionado por nuestra cultura y nuestros sentimientos.

En la ciudad moderna más que encontrar paisaje, lo que tenemos que hacer es buscarlo, y lo acabamos encontrando en lo que queda de antiguo en nuestras poblaciones. Aquello que se adivina construido con respeto al relieve, la proximidad de los materiales y la identidad de lugar y que se halla, casi siempre, en lo que queda de habitable en la ciudad, a nuestra escala y no a la del automóvil. Se reconoce fácilmente. No hay que doctorarse en nada extraño. Lo notamos, lo sentimos y, si estamos de viaje, en seguida sacamos el móvil y lo retratamos. Curiosamente, más que cuando lo tenemos en casa. Pero si pasamos un día y ya no lo vemos, lo recordamos, maldiciendo a sus destructores. Pues eso es, sencillamente, el paisaje urbano.

Todo esto viene a colación porque estuve el otro día pisando los antiguos adoquines que quedan en el centro histórico de Torrent, amenazados ahora por una alfombra de negro asfalto. Con esta actuación prevista, así, de un plumazo, además de eliminar la identidad de ese recuerdo (es decir, del paisaje urbano) se impermeabiliza y se incrementa la temperatura en un lugar con más de tres mil horas de sol al año. Aunque eso ya es otra historia. Catalogamos algunos edificios, algún árbol que por casualidad no hemos talado y que ha adquirido un gran porte y, rara vez, algún jardín. Pero nunca el conjunto (salvo lo incluible como Patrimonio de la Humanidad en los listados de la Unesco). Y así, catalogando elementos aislados sin conexión vital entre ellos, desaparece lo que les une, ya sea un camino, unas calles o, sencillamente, su pavimento, que es lo que queda del Paisaje urbano. Perderlo es perder un inmenso catálogo de recuerdos, sentimientos e identidades, porque muchas veces podemos encontrar más Paisaje en un solo adoquín que en todo el valle de Ordesa.

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