?Cuando se cumplen dos décadas de la caída del Muro de Berlín y de la llegada de la democracia a sus países, veinteañeros del antiguo bloque soviético se dejan retratar por Levante-EMV, que ha recogido sus testimonios en un viaje por Rumanía, Bulgaria, Moldavia y Ucrania.

Nadia nunca ha votado a los comunistas, pero sólo guarda buenos recuerdos de su infancia en aquel bloque de hormigón del extrarradio de Sofía, donde sus padres y vecinos celebraron, compartiendo una botella de champán en la escalera, la caída del Muro de Berlín. Ocurrió el 9 de noviembre de 1989, y Sergiu, un crío de apenas nueve años, vivía feliz con su familia en un piso de Sighisoara, Rumanía. Veinte años después, sigue en la misma casa porque no puede pagar uno de esos apartamentos que en los 80 todo el mundo tenía gratis. Cuando Mattias pasa por delante del palacio de Ceaucescu, en Bucarest, piensa que quienes fusilaron al último déspota del socialismo para transformar su edificio en un parlamento democrático no son muy diferentes al dictador. "Ahora tienen menos tiempo para hacerse ricos". A Lachesar lo que le da vergüenza ajena son las cantantes de "chalga" búlgara: los maniquíes del llamado pop folk que representan "la mentalidad Paris Hilton en los Balcanes". Y Elena sólo estará orgullosa de la elegante ciudad de Chisinau cuando deje de ser la capital de estado más pobre de Europa.

En qué gastan las moldavas

Elena y su amiga María observan divertidas cómo los extranjeros de la mesa de al lado interrumpen su conversación al ver las dos escuetas minifaldas que acaban de cruzar el hall. "Dicen que las moldavas son las mujeres más guapas de Europa. Lo cierto es que aquí las chicas gastan más dinero en ropa y en productos de belleza que en comida. Por eso están tan delgadas y van tan perfectas". La joven, nacida hace 24 años en Chisinau, capital de Moldavia, es arquitecta, habla cuatro idiomas y trabaja para una agencia estadounidense de ingeniería civil donde gana 400 euros al mes, el doble del salario medio. Aún así, tomar una segunda cerveza en el Jazz Café, una elegante sala de música en directo, es para ella un lujo que tiene que compartir a medias con su amiga.

"Mucha gente se confunde. Nosotros, al contrario que Rumanía, no éramos un simple satélite de Rusia. Moldavia era una república socialista, pura Unión Soviética. Hay una diferencia fundamental entre ser una cosa y la otra. Por eso aquí, como en Ucrania, la mitad de la población habla ruso". Hace pocos meses, una coalición de partidos renovadores logró relegar a los comunistas y a su líder Voronin, acusado de pucherazo electoral, a los escaños de la oposición. En abril de este año, muchos universitarios y jóvenes moldavos se echaron a la calle para denunciar el fraude. La casi desconocida Moldavia aparecía en los telediarios saludando al resto del mundo con un ala del parlamento en llamas. "La última orden de Voronin fue ýgastadlo todoý. El país está al borde de la bancarrota y del desgobierno total, pero a los moldavos les da exactamente igual. Creen que, llegado el momento, Rusia vendrá a rescatarles", lamenta Emilio García, arquitecto español afincado en Moldavia.

Además, la promesa de regeneración del nuevo gobierno emociona más bien poco a los veinteañeros como Elena. "Unos aseguran que tenemos que mirar a Moscú y otros que a Bucarest, a Europa. La realidad es que somos un país pobre, incapaz de ponerse de acuerdo sobre su identidad nacional y donde la gente sigue ganando 200 euros al mes. Por eso me voy a Italia. Y volveré cuando merezca la pena vivir aquí".

Jóvenes sin oportunidades

Las cosas no son muy distintas en Ucrania. "Dicen que los problemas de natalidad y el alto índice de sida se deben a que la gente no tiene dinero ni para métodos anticonceptivos. Sin embargo, ¡míralos!, no paran de gastar", comenta Maryana Polyakova mientras atraviesa un bulevar de Kiev, repleto de gente comprando ropa. Esta estudiante de periodismo de 25 años, que regresó de China hace sólo unos meses, lo tiene claro: "No es un buen país para vivir. Y menos aquí, en Kiev. No hay oportunidades para la gente joven, los pisos son caros y los sueldos míseros". Además, considera que la situación de Ucrania, donde hace cinco años llegaron aires de cambio y de europeísmo con la Revolución Naranja de Yúschenko, es más complicada que la de muchos de sus vecinos del Este. "Nos encontramos en medio de dos mundos y no pertenecemos a ninguno de ellos. La única manera de que los conflictos entre Europa y Rusia no nos afecten es que nuestros políticos se comporten de un modo muy inteligente. Y no lo hacen", expone mientras rememora el conflicto que el invierno pasado dejó sin gas a varios países europeos. "¿Que si hay alguna diferencia entre nosotros y los jóvenes del resto de Europa? Ninguna. Tenemos Facebook, vemos Dexter por internet y queremos largarnos de casa".

La tele es la ventana a Europa

Es viernes por la noche y Mattias, un bucarestino de 19 años, se sienta para fumarse un cigarro con su amigo Alex, de 23. Aunque han salido a pasear en patines, no tienen pinta de deportistas. Llevan el pelo largo, aros en las orejas y pantalones vaqueros. "La gente mayor sí que me dice cosas como ¡pareces una mujer con el pelo así!, pero los que tienen menos de 40 años son más abiertos", explica el chico, con aire divertido. Habla inglés perfectamente y sabe algo de español. Las películas y telenovelas en versión original son las grandes academias de idiomas de los jóvenes rumanos. Y la ventana que les hace ver que en el resto de la Unión Europea, a la que pertenecen desde 2007.

"No es normal sobornar al revisor del tren para viajar sin billete o a un profesor para que te apruebe una asignatura. Rumanía es mi casa pero no me ofrece absolutamente nada. No hay dinero y el poco que viene lo roban los políticos, por eso quiero largarme de aquí". Alex señala con una mueca los paneles de hormigón que sobresalen de las ventanas del Teatro Nacional.

Lo que hace 20 años trataba de representar la gloria de una nación unida por el trabajo y los valores socialistas no es más que un vetusto montón de cemento para Alex y Mattias. En la entrada del edificio hay un póster con el escudo de la ciudad y un número de teléfono. "Es una campaña para que la gente denuncie la corrupción. Sé que los rumanos tenemos mala fama en el resto de la UE, pero en el caso de la corrupción estoy totalmente de acuerdo con los prejuicios. Posiblemente, si llamas a ese número no te lo coja nadie". Ambos ríen. Hablan como si la historia reciente de su país ?(de donde han salido más de 30.000 de sus compatriotas para trabajar en la provincia) fuera un chiste largo que alguien empezó a contar hace veinte años y todavía hoy siguiera haciendo gracia.

"¿Ves a esas chicas de ahí?" Lachesar señala a dos muchachas exageradamente maquilladas que bajan sobre el ángulo imposible de sus tacones una de las cuestas de Veliko Turnovo, un pueblo medieval de Bulgaria. "Eso es lo que odio de mi país. Todos están como locos con la música chalga y sus letras estúpidas de amor y lujo". Les deja pasar por su lado sacudiendo la cabeza. "La gente de mi edad sólo aspira al éxito fácil". El chico, natural de una de las ciudades más turísticas del país, tiene 20 años y estudia en Londres. "Tras conocer aquello, veo muy difícil volver a casa", reflexiona.

Con las lacras del pasado

La batalla de Nadia, publicista de 28 años nacida en Sofía, guarda más relación con la ética de sus autoridades que con la estética de sus famosos. "No soporto la corrupción. Una vez me quisieron multar por hablar por el móvil mientras conducía. Como protesté, el policía me dio una libreta abierta para que le dejara dinero dentro y hacer así la vista gorda. Y como me negué, me tuvo otros cuarenta minutos parada. Luego me mandó a la mierda y se fue". Ella, pese a seguir enamorada de Berlín, donde vivió siete años, sabe que su sitio está en Bulgaria y que es su generación la única que puede acabar con las lacras del pasado.

En Bulgaria, el excepcional sistema educativo heredado del socialismo se ha mantenido igual de exigente en la democracia. El porcentaje de población con estudios de secundaria es del 85%, mientras que en España apenas llega al 60%. Sin embargo, perviven muchos vicios de cuando el poder lo tenían pocas manos. "Por 100 euros te aprueban una asignatura, por 3.000, tienes un título", explica Madlena, natural de Sofía y de 21 años de edad. Estudia Derecho en la universidad Carlos III de Madrid desde comienzos de este año. Una carrera difícil para los propios españoles en un idioma extranjero para ella. Pero no le parece tan meritorio. "Llevo estudiando español desde que soy pequeña".

Sumisos y conformistas

El tono de la chica se vuelve curioso e irónico a la vez: "¿Qué os parece Sofía? Este parque estaría genial si le pusieran una puñetera luz en algún sitioÉ" Hace un gesto amplio con los brazos y los deja caer con cansancio. "Me gusta mi país, pero no sé si podría vivir aquí. Desde los políticos hasta los profesores, la corrupción está en todas partes".

El tono de Madlena representa el fatalismo escéptico tan propio de los búlgaros. El dominio turco durante cinco siglos años, la obligación de hincar la rodilla al paso de los nazis y la posterior invasión de los comunistas crearon una sociedad sumisa y conformista, inmadura para asumir el cambio democrático. Las consecuencias fueron nuevas victorias comunistas, esta vez en las urnas, contestadas pobremente por candidatos salvapatrias que defraudaron las esperanzas de cambio. Todo ello ha provocado el hastío de un país en el que sólo tiene interés en votar el 38% de sus ciudadanos.

Para la generación que regó con champán y rakia la caída del telón de acero, el inconformismo se ha convertido en nostalgia. "Nuestro mundo era seguro. No viajábamos, veíamos películas. Pero antes era mejor, haced caso a vuestros padres. Los jóvenes de hoy estáis tan locos como el mundo en el que os ha tocado vivir".