Después de la caída de Ben Ali en Túnez, los líderes árabes se reunieron de urgencia en el balneario egipcio de Sharm El-Sheikh. Mubarak, quien encabezó el encuentro, abogó por una mayor inversión en la juventud árabe a la que llamó "el más preciado de todos nuestros recursos y riquezas".

Pero en el Oriente Próximo Túnez no es Egipto. Para los árabes, El Cairo ha sido siempre el símbolo de su independencia. Varios hechos lo ejemplifican. Como cuando le incautó el Canal de Suez a las antiguas potencias coloniales en 1956 o cuando desafió a Israel en la guerra del Yom Kippur, en 1973. Aunque también se le guarda la traición de firmar la paz con el Estado judío.

Por eso, lo que ocurra en Egipto puede repercutir en toda la zona de una forma mucho más contundente que la caída de cualquier líder del Magreb. Soñar un Egipto sin Mubarak es para muchos políticos y diplomáticos occidentales una preocupación, ya que significa la posibilidad de que los temidos partidos islamistas tomen el poder.

No en balde, el movimiento islámico de los Hermanos Musulmanes fue acusado desde el principio de estar detrás de las movilizaciones, una acusación que parece estar más dirigida a alentar fantasmas externos en Washington, Londres o Jerusalén que a apaciguar los internos.

Para entender el miedo que genera un Egipto islámico baste recordar que antes de la guerra de Irak, el régimen de Mubarak era uno de los tres mayores receptores de ayuda de EE UU del mundo, junto con Israel y Colombia.

En el encuentro de Sharm El-Sheikh, el secretario general de la Liga Árabe, el egipcio Amr Musa, advirtió que "el alma árabe estaba quebrada por la pobreza, el desempleo y la recesión general". "La revolución tunecina no está muy lejos de nosotros", advirtió entonces Musa y concluyó: "el ciudadano árabe ha entrado en un estado de ira y frustración sin precedentes". Un mando de la seguridad egipcia citado por el periódico cairota Al Ahram dijo que, pese a todo, no esperaban grandes movilizaciones. Ahora sabe que se equivocó.