Theresa May, la nueva primera ministra británica, es diputada por Maidenhead, una localidad de 60.000 habitantes, 50 kilómetros al oeste de Londres, cercana al palacio de Windsor y uno de los bastiones conservadores del sur de Inglaterra. Una especie de torysistema con fauna protegida entre la que destaca ella misma: una señora seria, enemiga de los cotilleos y los chascarrillos, detallista, trabajadora y que parece no haber perdido el sentido de la realidad. Entre sus vecinos, muchos de los cuales se desplazan todos los días a la capital para acudir a sus trabajos y votaron mayoritariamente por la permanencia en la UE, se encuentran famosos como George Clooney y Jimmy Page, guitarrista del legendario grupo de rock Led Zeppelin.

May, hija de vicario anglicano y casada con un banquero, rezuma ese perfume de rododendros, tea time, mermelada de naranja, pub de pueblo, rifa benéfica y stiff upper lip (sentido del deber) que caracteriza a la campiña sureña. No en vano pasó buena parte de su vida, hasta llegar a Maidenhead, en Eastbourne y Ox-ford, algo que obviamente no es un crimen pero sí puede entrañar cierta dificultad para hallar la manera de ser escuchada y entendida en el Norte industrial y, en particular, en Escocia. Su predisposición, sin embargo, es entenderse con todo el mundo. Falta hace para recomponer el reino desunido de Gran Bretaña en una de las etapas más comprometidas de su historia reciente.

No ha pasado demasiado tiempo desde entonces, pero antes de que los británicos decidiesen embarcarse en su demencial juego de tronos, Theresa May pronunció un discurso sobre el papel que le correspondería a su país en Europa, en cuanto a soberanía, prosperidad y los dilemas a que se enfrenta una nación de tamaño mediano en la era de globalización. A diferencia de los que ya hacían campaña para que Gran Bretaña abandonase la Unión Europea, May recurría a las estadísticas reales, no a las falsas. Al contrario de otros, mientras subrayaba las fugas en algunas instituciones de Bruselas, defendía la robustez de otras y la ventaja de pertenecer a ellas. Reflexiva e inteligente, proyectaba euroescepticismo moderado en un segundo plano, mientras que en el primero se declaraba partidaria de permanecer en la Unión.

Gracias al rigor y la discreción -se ha hecho acreedora del apodo de Karla, como el jefe del servicio secreto en las novelas de John Le Carré- May ha conseguido su recompensa. En un mundo dominado por la locuacidad telegénica y la ocurrencia, ella se presenta como una excepción. Distante, sin eso que llaman carisma, pero competente, diligente y firme en sus planteamientos. Entre todos los candidatos que se podrían haber convertido en primer ministro dentro de la coyuntura más crítica para el Reino Unido desde la Guerra, ella es con diferencia la más prometedora.

Ha dicho "Brexit es Brexit" para no contravenir el pronunciamiento de las urnas, dejar claro que no habrá otro referéndum y prevenirse contra la amenaza de un adelanto electoral. Sin embargo su mayor esfuerzo estará encarrilado a partir de ahora a contener el daño causado por el plebiscito, tratando de conservar el mayor acceso posible al mercado único europeo y reafirmando, a la vez, la determinación británica de controlar la migración. Por si el desafío frente a la UE no fuera suficiente tiene ante sí también como reto lidiar el resto de los problemas que están afectando a las democracias más maduras en una época de desigualdad y división social bajo la amenaza de los populismos que intentan pescar en el río revuelto.

El lema de su candidatura ha sido "un país que funcione para todos, no sólo para unos pocos privilegiados", algo inusual y audaz al tratarse de una conservadora de los pies a la cabeza. May ha insistido, no obstante, en fulminar los recelos dentro de su partido recordando el grado inapelable de desigualdad: "El que nace pobre está condenado a morir una media de nueve años antes que otros. Si eres negro, el sistema judicial te trata con mayor dureza. Si eres mujer, ganas menos que un hombre".

Estos problemas se han acentuado, según ella, con la sensación algo menos tangible que existe en la sociedad británica de estar perdiendo el control. Las personas mayores temen los cambios que pueden sobrevenir por la inmigración, los jóvenes creen que los altos precios de la vivienda les impedirá ser propietarios de una casa, y la brecha que se ha abierto entre la vida de éxito en las grandes ciudades y el campo parece insuperable. Este cúmulo de situaciones la llevó a decir que, dadas las circunstancias, la única sorpresa es que haya tanto asombro en Westminster por el apetito hacia un cambio.

A fin de cuentas, Theresa May no deja de ser la hija de un vicario ajena al club exclusivo tory de Eton de Cameron o Boris Johnson: siendo una política que arrastra gran experiencia tampoco pertenece a ninguna de las bandas privilegiadas que amamanta el Partido Conservador. Trabajó duro y jamás lo ha tenido fácil. Es una adepta a la meritocracia. Sabe que el conservadurismo falla cuando se centra exclusivamente en el individualismo.

Pretende que los tories, además de ser el partido de la responsabilidad económica y la empresa, se impliquen en la defensa de los derechos de las personas. Nadie la ha oído decir que la receta contra la depresión social sea el laissez faire que predicaba Margaret Thatcher, con quien se la ha comparado por mantener la firmeza como rasgo de identidad y por ser mujer: en cualquier caso la segunda que alcanza el puesto de premier en la historia de Gran Bretaña.

El suyo promete ser otro tipo de conservadurismo aunque también basado en la exigencia y la disciplina. Canosa, de piernas largas, buena figura para su edad (59 años), preocupada por la moda y con fama de elegante, no la viste el tapicero que le confeccionaba los modelos a la "Dama de Hierro". Al menos, no el mismo.