Lo repitió hasta la saciedad en la campaña electoral y volvió a airearlo estos días: Donald Trump no está dispuesto a dar al enemigo pistas sobre sus intenciones. La pasada madrugada, cuando en España eran las 02:40, en Siria una hora más y en la Costa Este de EE UU las diez menos veinte de la noche, Trump disparó 59 misiles "Tomahawk" desde dos portaaviones estacionados en el Mediterráneo Oriental. El objetivo: la base militar siria de Shayrat, desde la que, según la inteligencia estadounidense, aviones del régimen de Bachar al Asad lanzaron el pasado martes un supuesto ataque químico contra la ciudad rebelde de Jan Sheijun, matando a un centenar de personas, treinta de ellos niños, e hiriendo a otras 400.

El ataque había venido precedido de señales. El miércoles, EE UU amenazó en la ONU con una respuesta si el Consejo de Seguridad no dictaba una resolución sancionadora contra Damasco. El jueves por la tarde (hora española), Trump filtró a través de congresistas que sopesaba con seriedad una acción militar y dejó claro que su actitud conciliadora hacia Asad había cambiado a raíz del ataque químico. Poco después, en Florida, el secretario de Estado, Rex Tillerson, daba una rueda de prensa para insistir en la idea de que "una respuesta apropiada" era necesaria y en la nueva actitud de Washington hacia Asad. Lo hacía desde el aeropuerto de Palm Spring, al que había acudido a recibir al presidente chino, Xi Jinping, que poco después había de iniciar con Trump su primera cumbre bilateral. A la misma hora, a bordo del "Air Force One", Trump calificó el ataque químico sirio de "desgracia para la humanidad", hizo responsable de la masacre a Asad y añadió: "Pienso que algo debería suceder". Sin embargo, preguntado por sus planes, respondió: "No quiero decir lo que voy a hacer". Justo en esos momentos, el secretario de Defensa, general James Mattis también viajaba hacia Florida para despachar con Trump.

Primer factor sorpresa. Acostumbrados a los tiempos lentos de Obama, empeñado hasta el final en agotar las soluciones diplomáticas, la rapidez y el sigilo del ataque de EE UU han pillado por sorpresa hasta a la propia prensa estadounidense. A medianoche del jueves, la tensión podía mascarse, los especialistas veían elevadas posibilidades de un ataque, pero nadie, al menos en voz alta, era capaz de decir que llegaría a las pocas horas, esa misma madrugada. Finalmente, Trump ha recuperado el hilo del discurso de Obama sobre Asad y las armas químicas, allí donde el líder demócrata lo dejó en septiembre de 2013. Entonces, presionado por el Pentágono, anunció una serie de represalias para castigar el franqueo de la única "línea roja" que había establecido para Siria: el uso de armas químicas contra su población. Pero deseoso de evitarlo a cualquier trance, se zafó en el último momento de las presiones de sus militares y, con la ayuda de la Rusia de Putin, cambio los bombardeos por un desarme químico verificado internacionalmente. Ahora, sin la reticencia de Obama, la conexión Pentágono-Casa Blanca ha funcionado perfectamente engrasada y ha culminado en los bombardeos de esta madrugada.

Segundo factor sorpresa. Aunque el jueves por la noche la sensación de ataque crecía hora a hora, casi nadie lo consideraba inminente. Hacia la medianoche española, la prensa estadounidense empezaba a preguntarse si EE UU se encaminaba a una nueva guerra, pero en general remataba sus artículos con dos constataciones: 1) un ataque a Asad no cambia sustancialmente la posición de unos EE UU que desde el verano de 2014 lanzan continuos bombardeos contra el Estado Islámico en Siria e Irak. 2) La acción militar plantearía un incremento peligroso de las fricciones con Rusia, la principal aliada de Damasco.

Tercer factor sorpresa. Uno de los elementos que el jueves por la noche hacían pensar a muchos observadores que el ataque se diferiría al menos 24 horas era la presencia en suelo estadounidense del chino Xi. En claro: no se lanza un ataque cuando se tiene un invitado de ese relieve en casa. Error: los bombardeos han sido la mejor advertencia que Trump puede lanzar a Pekín sobre Corea del Norte para que se decida a apretarle las tuercas al régimen de Pyongyang. Pekín ya sabe ahora que Trump tiene unos modos bien diferentes a los de Obama, que enlazan, además, con los de los primeros compases de la administración Bush.

Más sorpresas. Por el momento resulta imposible determinar el alcance de los bombardeos estadounidenses contra el régimen de Damasco. ¿Son sólo una advertencia cuyos efectos serán evaluados en los próximos días y horas? ¿Son el comienzo de una intervención intensa y continuada contra Asad? ¿Proseguirán hasta provocar el derrocamiento del dictador, lo que significaría una intervención abierta y sin limitaciones de Washington en el conflicto civil sirio? Todo parece indicar que Trump se inclinará por contestar sólo con hechos a todas estas preguntas.