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Exclusiva

En la tierra vetada de las FARC

En el corazón del departamento de Nariño se encuentra la ciudad de Tumaco, donde los guerrilleros esperan reintegrarse a la vida civil

Bogotá, 24 de noviembre de 2016. Juan Manuel Santos Calderón, presidente de la República de Colombia y Timoleón Jiménez, Comandante Jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias -Ejército del Pueblo-, firman el Acuerdo Final de Paz. Más de trescientas páginas pormenorizan las disposiciones, cronograma y condiciones que se elevarán a rango de ley. Cincuenta y tres años de conflicto armado, guerra abierta en muchos departamentos, pueden ver, por fin, una luz de esperanza.

Entre el articulado destaca el acuerdo logrado en La Habana, el 20 de Agosto de 2016, sobre la suspensión de órdenes de captura para los integrantes de las FARC: «?se producirá desde el inicio del desplazamiento a las Zonas Veredales Transitorias de Normalización (ZVTN), suspensión que se mantendrá durante dicho desplazamiento y hasta la culminación del proceso de dejación de armas o hasta que el Gobierno lo determine en caso de que se incumpliera lo establecido en el acuerdo de dejación de armas». Reconocen, implícitamente, la provisionalidad de la medida.

El Ministerio de Asuntos Exteriores español sigue recomendando en su página web no viajar hasta el departamento Nariño, sur de Colombia, frontera con Ecuador. Lo considera «zona de alto riesgo que debe ser evitada». Y dentro del departamento, «de manera especial, la ciudad de Tumaco». Justamente donde se encuentra el campamento de guerrilleros concentrados a la espera de su integración en la vida civil y al que, por primera vez desde su creación, ha tenido acceso un medio informativo.

En la tercera planta del Hotel Agustín Agualongo de Pasto, capital del departamento, nos espera la primera toma de contacto con tres comandantes de las FARC al frente de dicha zona veredal. Han sido varios meses de relación previa a través de una conocida figura del deporte rural de la región: el juego de pelota a mano, «chazas», semejante al tenis, que ellos consideran de origen prehispánico y que se mantiene entre los campesinos de muchas de sus poblaciones. Sólo cuando se dan las circunstancias de confianza necesarias, se concreta la reunión a la que asistirá también un conocido mecenas benefactor valenciano, José Luis López, que a través de su Fundación, quiere colaborar en la «normalización» del proceso.

Desayuno con guerrilleros

La llegada a Pasto, por vía aérea, es siempre una aventura. Su aeropuerto, en la cercana población de Chachagüí, entre montañas, al pie del volcán Galeras, está considerado uno de los más peligrosos del mundo. La principal compañía de aviación colombiana, Avianca, elige a sus mejores pilotos para afrontar el aterrizaje en una pista sometida a fuertes vientos y frecuentes neblinas. La anulación de vuelos es frecuente. Seguramente por la exigencia de máxima concentración presumen de no haber tenido nunca ningún accidente.

El periodista recibe el primer impacto visual en la recepción del hotel: un cuadro de amplias dimensiones que muestra un guerrillero indígena: Agualongo, rebelde al libertador Simón Bolívar en defensa del rey de España. «Preferimos un rey lejano a un tirano cercano», afirmaba a sus tropas. A los pies de la figura que alza su espada, el pintor no olvidó la bandera rojigualda. Aquella defensa le costó a Nariño una dura represión por parte de Bolívar.

Historia ésta que se ha transmitido de padres a hijos y que, en cierto modo, ha estigmatizado a este departamento en el resto del país. Nariño, donde se habla un castellano de impecable léxico y musicalidad, presume de ser diferente. De hecho es uno de los lugares que votó masivamente a favor del «sí» en el referendo sobre los acuerdos de paz cuando en el conjunto del país el resultado fue negativo.

El desayuno con los guerrilleros transcurre desde iniciales miradas analíticas a una franca camaradería. Ellos mismos, que han tenido la precaución de reservarse unas armas de autodefensa, serán quienes nos escolten, al día siguiente, en el sinuoso camino hacia el campamento. En Colombia no sólo el Ejército del Pueblo ha secuestrado; hay que protegerse de bandas de criminales, delincuencia común, grupos que secuestran y extorsionan a cualquier nacional o extranjero.

Afrontaremos con ciertas garantías de seguridad los doscientos kilómetros que atraviesan la cordillera andina en busca del Pacífico y donde encontraremos la dura realidad de la Colombia profunda. Allí, las FARC dominaban vías y veredas hasta hace muy poco. Hoy, un Estado huido, derrotado hace un año, aparenta dominar el territorio con varios piquetes del ejército a lo largo de la carretera. Inspeccionan y controlan el paso de vehículos. Algo que, sin embargo no pudo impedir hace tres meses el asalto de cocaleros para retener a más de veinte policías uniformados que controlaban, según la versión oficial, la erradicación de cultivos ilícitos, es decir, de hoja de coca. Según estudios oficiales, casi 17.000 hectáreas son destinadas a un cultivo «ilícito» que no saca de la pobreza más absoluta a los habitantes de aquellas tierras pero que enriquece a muchos que viven en países lejanos.

El viaje

Viernes, catorce de julio de 2017. Seis de la mañana. A esa hora todo el mundo está activado. Nos dirigimos hacia Tumaco, el lugar más inseguro del país, de mayoritaria población afrocolombiana. Atravesaremos valles y cimas; pasaremos de una fría temperatura del Pasto andino al calor tropical; de la montaña a la selva profunda. Nos proveemos de repelentes para las picaduras y protectores para el sol. Es zona de malaria y dengue. Bordeamos el volcán Galeras y pronto llegaremos a Túquerres, una ciudad de cincuenta mil habitantes, centro comercial, agrícola y ganadero, situada en una meseta. Nudo de comunicaciones entre el este del Pacífico y el interior andino. Bullicio junto al mercado.

Los dueños de taxis anuncian a gritos sus ofertas. «Por favor, no se separen del grupo», nos indica uno de los comandantes. Un extranjero no puede pasear, contemplar, explorar en solitario. Es demasiado arriesgado. Desayunamos en un establecimiento de estilo europeo, luminoso, con expositores que nada tienen que envidiar a cualquiera de los de cualquier ciudad española. En Túquerres, como en cualquier mediana ciudad o como ocurre en Bogotá, encuentras el contraste más acusado. A esa hora, que son las tres de la tarde en la Europa central, el Tour de Francia ya está en marcha y no hay pantalla de televisor que no lo retransmita. Junto a los guerrilleros sus compañeras, todos interesados en saber cómo anda Quintana. Me presentan a Stalin, un niño de apenas dos años que una de ellas sostiene al brazo mientras toma un café y un bollo dulce.

Dejamos atrás Túquerres. Una propina de 20.000 pesos, seis euros, provocará en el gorrilla que nos cuidó el coche, un gesto de profundo agradecimiento. Un desayuno europeo no sobrepasará los 4.000 pesos. Imaginen la alegría.

De la sabana de Túquerres enfilaremos el largo descenso hacia la llanura. Atravesamos pueblos que estrechan la carretera por el amontonamiento de motoristas, coches, ciclistas y camiones. Nadie respeta ninguna señal de tráfico, ninguna norma, ninguna ley. Paramos en Ricaute, junto a una peculiar carnicería con chorreantes piezas de cerdo que cuelgan de ganchos oxidados. Al fondo, una pared ennegrecida sostiene una pantalla de televisor. En la acera se paran viandantes para seguir la escapada de Nairo Quintana.

A la salida del pueblo, otra peculiaridad: el cementerio con tumbas coloreadas a gusto de los familiares. En los pueblos colombianos el culto a los muertos es algo sagrado. Pronto llegaremos a la llanura. Y allí ya no habrá casas de ladrillos, modestas, nunca de dos pisos.

Llegada a Llorente

Allí hemos llegado al infierno: a los palafitos que ocuparán los lados de la calzada y donde madres negras despiojan a sus niños. Llueve intensamente. Nos acercamos a Llorente, otra efervescente población con motos que suben a tres, talleres metálicos sobre techados de lona y plásticos, palafitos que son tiendas de ropa, desfile de escolares uniformados que salen de alguna escuela que por allí debe haber.

Hemos pasado sin problemas el último de los seis controles del Ejército colombiano. Sólo en uno nos pararon y nos obligaron a abrir maletero y guantera. Nos preguntaron hacia dónde íbamos. Naturalmente, mentimos.

A las afueras de Llorente nos adentramos hacia la selva. Ya no hay asfalto. Hemos llegado, tras casi cinco horas de viaje a nuestro destino: un campamento de guerrilleros que esperan ansiosos una nueva vida y de los que queremos conocer cómo sufren, qué opinan, qué sueños tienen y qué historias no quieren olvidar. Es la primera vez que un medio informativo entra en aquel lugar.

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