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En la muerte de Riina

Un homenaje a los héroes anónimos que se enfrentaron a la Cosa Nostra

En la muerte de Totò Riina, no quiero rememorar al campesino corleonés que declaró la guerra al estado italiano, previo exterminio de todas las familias mafiosas sicilianas. No es el momento de detenerse en el cuasi analfabeto dirigente que se hizo poderoso enriqueciéndose con el sacco di Palermo, el brutal saqueo urbanístico que cambió para siempre la faz de Palermo, la ciudad que olía a los jazmines de los palacetes modernistas de la aristocracia Liberty, metastatizados en miles de bloques de hormigón. Tampoco es relevante si Riina, apodado U Curtu por su estatura y pocas luces, besó a Giulio Andreotti, para escenificar uno de los pactos más ignominiosos en el mundo libre, o si le obligó a pinchar la yema del dedo en una espina de naranjo y derramar la sangre en una imagen ardiendo de la Virgen de la Anunciación.

En la muerte de Totò Riina me acuerdo del corleonés Dino Paternostro, el periodista y sindicalista heredero de las luchas del mártir Placido Rizzotto. El clan de Riina, Provenzano y Bagarella le quemó su coche y la redacción de su periódico local. No ha dejado de escribir y rechaza llevar escolta pese a las constantes amenazas, como me comentaba en una tranquila charla en la plaza del pueblo, a ojos de todos: «En estas tierras, los amos honestos son más raros que las mariposas blancas», aseguraba, al paso de un par de terratenientes.

Me acuerdo de Letizia Battaglia y su hija Shobha, dos almas fuertes y libres en una isla de asfixiante atmósfera machista. Se aferraron a la fotografía, primero para comer, después para poner rostro, de cara al mundo, al horror sin tregua de la Cosa Nostra en una Palermo, la de los años 70 y 80, con tantos muertos como Beirut. Hoy son dos referentes mundiales de la fotografía. «Tengo 82 años y la espalda rota, pero quiero cambiar el mundo», nos dijo Letizia en la última visita, entre el humo incasdescente de sus cigarrillos, en medio de un despacho con los retratos desperdigados de decenas de asesinados. No ha olvidado a qué huele la densa sangre.

Optimismo insobornable

No puedo olvidarme de Barbara. Su mirada engaña, al mostrar una tristeza que entronca con el pesimismo clásico de los grandes autores sicilianos, desde Lampedusa a Sciascia. Bajo esa coraza late un optimismo insobornable, que la llevó junto a otros seis amigos a empapelar Palermo de pegatinas, animando a los comerciantes a no pagar el pizzo, el impuesto criminal de la Cosa Nostra. Un acto juvenil revolucionario en una ciudad prisionera de la larga noche de la omertà. Expandieron su mensaje desde el Teatro Massimo, (sí, el de la escena final de El Padrino III), a barrios como el ZEN 2, nido mafioso en el que no entra la policía. Barbara hoy es una pujante escritora, que denuncia desde la ficción el abandono de una isla que odia y ama, ese mismo sentimiento contradictorio que recorría la conciencia del juez Borsellino. Quiero recordar a Pina Maisano, ya fallecida, que en su negocio textil de Viale Lazio me habló de su marido, Libero Grassi, cuyo asesinato dictó Riina al ser el primer comerciante que se negó a pagar el pizzo, denunciando su caso en televisión, como un loco solitario.

Ahora que Riina ya no está, quiero elevar la memoria de Giuseppe Impastato, locutor de radio, actor teatral y lector de Majakovski, el primer asesinado en Italia por rebelarse contra su propia parentela mafiosa. A Felicia, su madre coraje, le costó más de veinte años que se hiciera justicia. El caso se hizo popular con el taquillazo de la película I cento passi, pero recomiendo ir a la casa familiar de Cinisi, donde Giovanni, hermano de Peppino, en los ratos libres en los que no atiende su pizzería, explica a escolares y periodistas extranjeros por qué la mafia es «una montaña de mierda».

No pienso leer necrológicas con los efectos cinéfilos de rigor. En la muerte de Riina quiero recordar a Dino, Letizia, Shobha, Barbara, Pina, Libero, Giuseppe, Giovanni, Felicia y a los sicilianos anónimos que jamás se rindieron.

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