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Trenet a vallejo

La paradoja de la satisfacción

El levantinismo viene de tan abajo y lo ha pasado tan mal, que en esta época de esplendor ha sido cegado por las luces y no ha querido ver las sombras

Hace unas semanas, en vísperas de las elecciones andaluzas, el periodista Enric González se recorrió aquella región en busca de una respuesta: ¿cómo puede una comunidad con tales índices de pobreza seguir votando con devoción al mismo partido 35 años después? Encontró la explicación en un concepto fascinante: la paradoja de la satisfacción (Pérez Yruela). Se trata de una tierra con una memoria tan trágica y viva de su pasado que cualquier problema actual parece una broma. Se ha prosperado tanto desde el subdesarrollo que todos los avances pendientes, la corrupción, la escandalosa tasa de paro o la falta de expectativas son vistos como males asumibles. No será la tierra de las oportunidades, pero hoy viven mucho mejor.

Ese concepto sociológico llevaba persiguiéndome desde hace un lustro sin que hubiera sabido ponerle nombre. El levantinismo también vive en la paradoja de la satisfacción. Viene de tan abajo y lo ha pasado tan mal, que en esta época de esplendor se ha visto cegado por las luces y no ha querido ver las sombras.

Hay aspectos claramente mejorables en la gobernanza del club y en la planificación deportiva; también nos hemos encontrado durante muchísimos años con feas sospechas sobre la honorabilidad del equipo. Pero si alguien ha alzado la voz se habrá sentido como un incomprendido. Cualquier crítica siempre era resuelta desde esa paradoja: ¿cómo vamos a cuestionar nada si en 2008 debíamos 90 millones?; ¿a qué santo exigir más si llevamos cinco años en Primera y hace apenas una década no podíamos ni soñar con un ascenso? ¿No recuerdas lo que hemos vivido: los embargos, las penurias de los 80 por campos de polvo y casetas insalubres? ¿Acaso no hay maletines en todos los equipos?

Dentro de la paradoja uno puede dejarse llevar o, por contra, terminar sintiéndose como un quijote. No en el sentido épico, sino en el del trastornado que intuye peligros donde el resto sólo ve unos simples molinos. Sí, la paradoja de la satisfacción sólo puede vivirse desde la complacencia o desde la frustración.

El que suscribe, obviamente, habita en el despoblado pelotón de los frustrados. Acomodarse en el «qué bien vivimos ahora, hay que ver cómo ha cambiado esto» puede entenderse como un gesto de agradecimiento, pero también es un mecanismo social que sólo beneficia al que manda y esconde los problemas. Porque inmersos en la satisfacción miramos tanto para otro lado que cuando estalla un escándalo, llámalo ERE llámalo investigación por amaños, sus proporciones son nucleares.

Creo que este año, sin embargo, el saludable ejercicio de la crítica se ha abierto camino dentro del levantinismo. Es sano celebrar cómo mejoran las cosas, pero la grada debe asumir que el exceso de complacencia atrofia. La nueva realidad, la del Levante del siglo XXI, nos obliga a abandonar la visión del club pequeño que éramos y a reajustar al alza las expectativas y la exigencia. Asumir que aquel Levante que se pegaba un tiro en el pie cuatro o cinco veces por temporada ya no es el nuestro, y exigir la progresión constante.

Lo que hay por delante, con ese nuevo reparto de derechos de televisión, por ejemplo, es ni más ni menos que la posibilidad de convertirse en un clásico de la Primera. Poca gente lo sabe, pero el Levante renunció en 1928 a luchar por estar en la elite. Aquellos gestores no vieron que el tren del futuro estaba en aquel nuevo torneo llamado «La Liga».

Ahora hay que salvarse, como sea, para estar entre los que se repartirán el oro dentro de dos años. La ambición debería superar al conformismo. Y las exigencias deben ser las propias de un equipo que va acercándose a la zona media de la Primera División. Seguir tratando al Levante con paternalismo sería injusto para nosotros mismos. Seremos lo que digan nuestras expectativas, porque la satisfacción no es competitiva.

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