Si se pasean mañana a mediodía por el centro de Barcelona con la camiseta del Llevant es posible que les jaleen para machacar al Espanyol. Llámenme exagerado, pero esa ojeriza excede la rivalidad futbolística. Diríase que todos los catalanes que no son del Espanyol, lo odian. Me atreveré a aventurar dos motivos: el nombre del club, casi un anatema. Y la propia existencia de los pericos, una altanería, porque ¿cómo alguien en Barcelona puede ser del «otro» equipo? ¿Qué sentido tiene que exista ese «otro»? Si el FC Barcelona es el mejor del mundo y, además, representa los valores de la catalanidad, el més que un club, el embajador de un país, etcétera, ¿para qué el Espanyol?

El nombre suena rancio para una mayoría de catalanes. Que el segundo club de Catalunya se llame Espanyol parece hoy un anacronismo, pero nada como bucear en el porqué y en su contexto para entenderlo. La denominación «Espanyol» hunde sus raíces en los orígenes del fútbol en la península. Frente a la filosofía de clubes integrados por ingleses, suizos o alemanes, el Espanyol surgió, en la Universitat de Barcelona, nutrido por estudiantes catalanes y españoles. Su vocación fundacional fue convertirse en una alternativa autóctona. Podía haberse llamado Catalunya o algo así, pero es que, en aquel momento, llamarse Espanyol en Barcelona no tenía la carga política que tiene hoy.

En Valencia también existió un Español (y antes un España) y los motivos de la denominación fueron idénticos. De hecho, el origen de los nombres Llevant y Espanyol tienen mucho en común. El fútbol en Valencia nació junto al puerto. En La Platgeta, los nativos aprendieron de los marineros ingleses. Los hermanos Ballester Gozalvo (y los Valiente, Morales, Peset, etc.) fundaron el FC Cabanyal y le cambiaron el nombre por Llevant, como la playa y el viento, y como el regne-país, en un sinónimo muy de la época y felizmente desterrado, junto al mito del «levante feliz». Lo hicieron por la vocación inequívoca de estar integrado por valencianos. De ahí también el primitivo escudo, con el rat penat y la senyera. Otros equipos valentinos jugaban con extranjeros. El Llevant, como el Espanyol en Barcelona, quiso hacerlo sin esa ventaja, aunque en honor a la verdad alineó a algún foráneo, de vez en cuando.

Espanyol y Llevant han crecido a la sombra de Barça y Valencia que, históricamente, se han erigido en guardianes de las respectivas esencias patrias. La paradoja es que quienes nacieron con la vocación de contar con futbolistas «del terreno» fueron Espanyol y Llevant que, aún hoy, tienen en sus filas más catalanes y valencianos que sus vecinos. El Llevant ha lanzado efectivas campañas, como la de l´equip dels valencians poniendo las cosas en su sitio y consiguiendo cierto calado social. El Espanyol, con una decisión de consecuencias imprevisibles, se ha mudado demasiado lejos de las calles y que jalonan su historia, a 12 kilómetros de un centro de la ciudad donde apenas se percibe ya alguna militancia distinta de la culé. En Cornellà se disputan 3 puntos (y, en unos días, un pase a octavos de Copa) entre dos clubs con más vínculos de los que parece, como hemos visto. El Llevant, además, se estrenó en Primera con un 4-4 en Sarrià, en septiembre del 63, el mismo escenario donde conquistó la Copa del 37. Sin embargo, las cosas han cambiado en las últimas semanas: el Espanyol, como el Valencia, ya es propiedad de un empresario asiático. Y el Llevant, con Rubi, ya juega al fútbol, como el Barça. Que (¡ojo con la coma!) no es lo mismo que decir que juega como el Barça. Falta marcar y ganar. En Cornellà como en el Molinón. Y más aún después del baile de travesaños del día del Betis.