El campamento de los desposeídos no está a las afueras, ni escondidísimo. De tan a la vista y próximo, nadie repara en él. Dénia tiene la pobreza ante sus narices. A veces, funciona esa paradoja de que si quieres ocultar algo, que pase desapercibido, lo mejor es ponerlo ante los ojos de todos. Y eso ocurre con ese campamento en ciernes que, instalado en una estructura en ruinas de la calle la Vía, a escasos 50 metros de la burguesa y comercial calle Marqués de Campo, se convirtió primero en refugio de indigentes y ahora tiene como huéspedes también a inmigrantes rusos y polacos.

Estas obras, iniciadas cuando los pisos se vendían como rosquillas, quedaron abandonadas al estallar la burbuja inmobiliaria. La promotora las valló precariamente y dejó la estructura a su suerte. Al poco, empezaron a colarse indigentes. A finales de 2014, un sin techo de 37 años, vecino de Dénia y que hacía poco que se había quedado sin casa, se precipitó por uno de los huecos donde debía ir el ascensor. Cayó de la planta baja al segundo subterráneo del garaje. Murió en el acto.

En la finca fantasma, malvivían otros indigentes que, al día siguiente de perder a un compañero, volvieron allí a buscar cobijo. No les importó correr la misma suerte. En plena noche, es fácil dar un traspié en esta ruina erizada de hierros y con trampas en forma de huecos de escalera y ascensor. Pero es un techo. Y, al final de otro día de penurias, lo único que importa es no pasar la noche al raso.

La policía de Dénia ha precintado mil veces el resquicio en la valla por el que entran los indigentes. Pero siempre encuentran la forma de volver a colarse.

Hasta ahora allí dentro había colchones y mantas. Los indigentes se repartían el espacio y algunos, para tener un poco de intimidad, lo cerraban con jirones de tela de plástico que arrancaban del vallado de la finca. Pero este refugio para los desposeídos ha cambiado. El colchón revelaba provisionalidad, la esperanza de salir del bache.

La estructura se ha convertido ahora en campamento. Inmigrantes polacos y rusos han montado tiendas de campaña y un remedo de salón. Han recogido muebles de la basura. «No hablamos español. Trabajamos en lo que sale, en recoger chatarra, en lo que sea», explicó a este diario uno de estos inmigrantes de mediana edad. Arrebujado en una manta, dijo que «es mejor estar aquí que en medio del campo».

A las 8 de la mañana, se les ve asearse y lavarse los dientes con el agua de un barreño. Salen y no regresan hasta la tarde. Son como fantasmas. Frente a la finca en ruinas, hay terrazas de bares. La ciudad bulle. Una precaria valla separa un mundo de otro.

La estructura está, sobre todo en los sótanos, repleta de basura. Ya son muchos años de alojar a indigentes que han amontonado allí dentro enseres recogidos de la basura.