H acía mucho tiempo que no se oía a los empresarios valencianos alzar la voz contra el poder „autonómico y central„ con la contundencia y reiteración de las últimas semanas. No es exagerado decir que habría que remontarse a los años en que los socialistas, con Joan Lerma a la cabeza, eran los reyes del mambo en todas las instituciones (también en Madrid con Felipe González). Era otra época, con unos dirigentes empresariales mucho más ideologizados „o que no temían que se les viera venir„ en que el secretario general de la patronal, Luis Espinosa, apoyado por los entonces dirigentes, puso a la CEV al servicio de un PP entonces en la oposición. La cumbre de Orihuela, que se convirtió en un alegato contra el Consell del PSPV, el ascenso al liderazgo del PP autonómico por parte del entonces líder patronal, Pedro Agramunt, o el pacto del pollo, el acuerdo de legislatura firmado entre PP y Unió Valenciana en 1995 en el despacho de la patronal agroalimentaria bajo el patrocinio de quienes en aquel momento presidían la CEV, José María Jiménez de Laiglesia, y AVE, Federico Félix, fueron hitos incuestionables del acoso empresarial al poder político, en unas circunstancias muy diferentes pero que también incluyeron la crisis de 1992/93.

En 1995 llegó Eduardo Zaplana y se acabó cualquier atisbo de crítica a la Generalitat. En primer lugar porque habían una comunión ideológica entre ambas partes, pero también porque el entonces líder popular no toleró ni discrepancias entre los que consideraba como los suyos ni tampoco permitió que los patronos le pasaran factura alguna por el pacto del pollo. Jiménez de Laiglesia siempre vio la mano de Zaplana detrás de los acontecimientos que le llevaron a dimitir en 1997 y Félix recibió más de una colleja cada vez que se salió del tiesto. Con Francisco Camps las formas cambiaron pero el fondo se mantuvo, con la excepción de que su mandato coincidió con el del socialista José Luis Rodríguez Zapatero en Madrid y contra él sí que protestaron los empresarios, como, por ejemplo, con el de momento enterrado debate del déficit hídrico. Clama ahora al cielo el silencio de los empresarios en todos los años de frenesí que vivió la Comunitat Valenciana durante la bonanza económica. Veían la deriva hacia la ruina, pero nunca alzaron la voz. Les iba bien y no iban a ser ellos quienes hicieran de aguafiestas. Nada se atrevieron a decir, tampoco, en la larga agonía de la segunda legislatura de Camps, cuando el expresidente y su partido se dedicaron sistemáticamente a eludir sus responsabilidades en el caso Gürtel y a minimizar la crisis, sin duda el suceso histórico más relevante de este siglo. Por no hablar no lo hicieron ni cuando el sistema financiero valenciano se diluía como un azucarillo.

En los últimos meses, sin embargo, crecen las protestas empresariales, coincidiendo con la fase más aguda de la crisis para España y el fantasma del rescate a la vuelta de la esquina. Los ejemplos recientes son muy significativos. Tal vez el más impactante fue el desayuno informativo que ofreció el pasado jueves el presidente de AVE, Vicente Boluda, cuando, para pasmo de los presentes, se atrevió a lo impensable poco tiempo antes: pedir que dejen sus cargos los diputados del PP imputados por casos de corrupción. No solo eso, arremetió contra el Consell, al que acusó de actuar con lentitud a la hora de tomar medidas, y fue muy duro con el Gobierno central, también del PP, a cuenta de la financiación autonómica „llegó a pedir que Fabra se suba al carro catalán en esta cuestión„ y la reducción de la inversión en la Comunitat Valenciana contemplada en los presupuestos del Estado para 2013. Unos días antes, el presidente de la patronal autonómica Cierval, José Vicente González, se había expresado con la misma contundencia y en parecidos términos sobre idénticas cuestiones por el «agravio inexplicable», con diferencias «escandalosas» en la inversión del Gobierno en la autonomía. Los valencianos «estamos un poquito hartos de ser siempre los que somos solidarios con los demás. A lo mejor somos demasiado buenos chicos», apuntó el pasado martes. Ese mismo día, las tres patronales provinciales del metal arremetieron contra la conselleria de Economía por el decreto de liberalización de la industria. «Parece mentira que estas sean las medidas de apoyo al sector aprobadas por el Consell», afirmaron en un comunicado conjunto. En las semanas previas, la Confederación Empresarial Valenciana (CEV) había protagonizado un enfrentamiento con el Ayuntamiento de Valencia a cuenta de su oposición a la ampliación del Palacio de Congresos, una inversión que los patronos consideran innecesaria en estos tiempos de crisis. Y un poquito más atrás, la Asociación Valenciana de Agricultores, tras ver cómo el ministro de Agricultura, Miguel Arias Cañete, visitaba Valencia sin reunirse con las organizaciones agrarias y afirmaba que éstas no eran sus interlocutoras, lanzó una velada amenaza electoral al PP: «No entiendo que un político venga a pedir el voto a una tierra como la nuestra y luego decida no aparecer por allí cuando surgen problemas», dijo su presidente, Cristóbal Aguado.

¿Qué está sucediendo? ¿Acaso observan los patronos que el actual presidente de la Generalitat, Alberto Fabra, con poco más de un año en el cargo, es más débil que sus antecesores? ¿Se trata de la precaria situación que viven las organizaciones empresariales por los millonarios impagos del Consell? ¿Se están viendo empujados por sus bases, cada vez más aterradas ante una coyuntura económica que amenaza con llevárselo todo por delante?

La respuesta probablemente esté en una sola palabra: crisis. Preguntado al respecto, el presidente de Cierval admite que «todo el mundo está nervioso», es decir, los empresarios han perdido la paciencia porque ven que las administraciones son incapaces de enderezar la situación y en el envite se juegan la supervivencia. «Hacemos lo que es nuestra obligación, que es dar nuestra opinión», apunta José Vicente González, quien añade que «debería ser lo normal». Otras fuentes empresariales, desde el anonimato, se expresan de forma más contundente: «Ha pasado ya la etapa de estar con la boca cerrada, porque lo que estamos viviendo es tan duro que la gente ha perdido el respeto y dice lo que tiene que decir». Aunque algunas voces internas, en privado, apuntan que esta fase de quejas patronales obedece sobre todo a los impagos de la Generalitat, que, además de asfixiar a muchas empresas, ha puesto en la cuerda floja a las propias organizaciones que las representan, González lo niega en redondo: «Hubiéramos hecho lo mismo sin impagos». Y es cierto que durante mucho tiempo las patronales, en público, han tratado de vincular sus reivindicaciones en esta materia a los problemas de sus asociados para evitar la imagen de que solo se preocupaban por su supervivencia.

¿Influye el cambio en la jefatura del Consell? Probablemente. Todo el mundo recuerda que Camps era insensible a las opiniones contrarias porque actuaba como un autista. Su sucesor parece más receptivo a escuchar. Su problema es que, aunque lo que oiga le parezca razonable, no tiene ningún instrumento para dar cauce a la menor reivindicación. No tiene dinero. Así que hay mucho malestar. Y se expresa en público, aunque algunas de las críticas empresariales conlleven un balón de oxígeno para Fabra, cuando presionan ante Madrid o incluso cuando piden que depure su grupo parlamentario.