Una de las consecuencias inmediatas de la crisis de Ucrania es que los europeos han vuelto a plantearse la necesidad urgente de buscar rutas alternativas para el abastecimiento energético que reduzca su dependencia energética de Rusia. Se habla de construir nuevos gasoductos así como de instalaciones en los puertos capaces de devolver a su estado gaseoso original el gas licuado que se transporta por vía marítima.

Todas las alternativas, incluso las más costosas, son buenas de repente, sin que parezca que se dé prioridad a reducir, no ya la dependencia de un solo país, sino la dependencia de los europeos de las energías fósiles en general, y ello en beneficio sobre todo de la lucha contra el cambio climático. Durante el pasado año y medio, la Unión Europea ha estado trabajando en propuestas para fijar para el año 2030 nuevos objetivos en materia de clima y energía vinculantes y parece haber acordado un 40 % de reducción de las emisiones de gas de efecto invernadero con respecto a los niveles de 1990.

Se trata, sin embargo, de una reducción insuficiente, según el Observatorio de la Europa Corporativa y la ONG ecologista Friends of the Earth (Amigos de la tierra), si se pretende limitar el calentamiento global del planeta a menos de dos grados centígrados, a lo que se había comprometido la comunidad internacional. Ambas oenegés atribuyen esa meta en su opinión tan poco ambiciosa al intenso cabildeo de las organizaciones industriales europeas como la Mesa Redonda Europea de Industriales, BusinessEurope y las sectoriales Eurofer (siderúrgica), CEFIC (química), Eurogas, Euroelectrat o Cembureau (cementeras). Esas y otras organizaciones que representan a los gigantes del sector como Shell, BASF, ArcelorMittal, Thyssen-Krupp, E.On, Gazprom o Qatar Petroleum, disponen de enormes fondos para llevar a cabo su continuo trabajo de cabildeo en las instituciones de Bruselas y tienen además fácil acceso tanto a la propia Comisión como a los distintos gobiernos.

Gran industria

La gran industria trata de evitar, según los ecologistas, que, tras las metas ya establecidas para el año 2020, se fijen nuevos objetivos vinculantes de eficiencia energética y de energías renovables porque se solaparían con un mecanismo de mercado como es el canje de emisiones de los gases de efecto invernadero.

Obviamente más preocupadas por sus negocios que por el calentamiento del planeta, las grandes empresas siderúrgicas, químicas y de otros sectores tradicionales pretenden, según sus críticos, la progresiva reducción de las subvenciones a las energías renovables y su sustitución por proyectos para la captura y almacenamiento del carbono.

Esas grandes industrias acusan a las renovables de elevar los precios de la energía y dañar la competitividad europea. Y ello pese a que, según un informe de la propia Comisión Europa del pasado enero, los mayores componentes de los precios de la energía son los costos de los combustibles (gas, carbón o petróleo) y los impuestos nacionales y no las subvenciones a las renovables.

¿No sería mucho mejor, contra-argumentan las organizaciones ecologistas, intentar reducir la factura anual de 500.000 millones de euros que pagan los países europeos por sus importaciones de gas y petróleo? Con una política consecuente de ahorro energético podría reducirse esa factura a la mitad, explican.

El dinero así ahorrado podría dedicarse a la promoción de las energías limpias, con la consiguiente creación de puestos de trabajo en un sector de futuro al tiempo que se contribuiría a reducir los costos para la salud de todos del cambio climático o los que representan para las grandes aseguradoras de las catástrofes naturales cada vez más frecuentes en forma de graves inundaciones.