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Una calle para Juan Camarena

El pasado lunes 26 de octubre falleció, a los 79 años de edad, Juan Camarena Martínez, víctima de una grave enfermedad contra la que luchó en los últimos años. Sería el momento de proponer al Ayuntamiento de Sagunto que le dedicase una calle a su memoria y nombre, a poder ser en los barrios del Congo o de Wichita de Puerto Sagunto, donde residió desde su llegada en 1964.

Vivió siempre su entrega hacia los perdedores y los más necesitados, tanto en el Puerto como donde fuera, o en el Casal de la Pau de Valencia. Esta dedicación, como su despego a las cuestiones materiales para su uso propio, demuestran que laboró siempre por ayudar a los más débiles. Fue sacerdote, pero también fue ATS para evitar la dependencia económica de la institución eclesiástica y así vivir de su trabajo. Es nuestra obligación moral y social corresponder con gratitud hacia esta estirpe noble de personas justas.

A continuación transcribimos las palabras que pronunciamos en su misa funeral el martes 27 de octubre. Como decía César Vallejo «y en esta hora fría, en que la tierra trasciende a polvo humano y es tan triste». Ante este soplo otoñal que nos enfrenta de nuevo a la obscenidad de la muerte, respondemos como siempre con la calidez de nuestros abrazos y nuestro cariño hacia los ausentes.

Hace unos días, acompañando una tarde a Juan Camarena, ya en el lecho hospitalario, rememoraba él a otro querido amigo suyo, Salvador Franch, hace tiempo desaparecido en plena juventud. Y todavía, a pesar del tiempo transcurrido, lo hacía desde la congoja por esa ausencia. Ni el deterioro físico ni el dolor podían detener su sensibilidad.

Dicen que se nos acaba de ir Juan Camarena, eso dicen. Pero tal vez no le conocían tan bien como para saber que permanecerá con nosotros mientras vivamos. Para eso vale la memoria, para preservar y transmitir la decencia de los justos.

Juan, después de su período de práctica sacerdotal ayudando en el barrio del Cristo, ejerció durante un año en Alfarrasí y Benisuera, para llegar a Puerto Sagunto en el verano de 1964 por convicción y deseo suyos. Ya venía con una importante consciencia social, además de la moral.

¡Cómo admirábamos su fino sentido del humor ante algunos episodios! El día que, con su aspecto físico algo desaliñado y los zapatos atascados de barro por los ambientes humildes que frecuentaba, se cruzó con otros dos sacerdotes que más que andar levitaban de lo relucientes que llevaban sus calzados y sus portes señoriales, y que le lanzaron despectivamente a Juan: «¡Estás ofendiendo la dignidad sacerdotal!» Y él les respondió: «¿Dónde está esa augusta señora que no la veo?» Ese era su coraje, mostrarse fuerte con los fuertes y cercano y suave con los débiles. Pues cabe preguntarse aún hoy: ¿Quién ofende más la dignidad humana: los que comparten sus sufrimientos con los humillados o los que llevan bajo palio a los agresores y les sirven sus coartadas? Nuestro amigo Juan lo tenía bien claro.

Cuando llegó a Puerto Sagunto, compartió la parroquia con Antonio Ramil, otro cura bendito, y un poco más tarde apareció también Pepe Fornés. Ellos fueron el núcleo que inició aquel famoso equipo sacerdotal del Puerto, enriquecido con las aportaciones posteriores de José Zamora, Sebastián Teresí, Juan Matoses, Juan Tortajada, Rafael Guinart, Antonio Duato, Francisco Albuixech. Para ellos, nuestro afectuoso reconocimiento. El equipaje de apostolado de Juan no consistía en encerrarse en la parroquia y esperar las rutinarias confesiones o convertirse en palmero de las fuerzas vivas, su labor era social, acercarse a los luchadores sindicalistas y activistas ciudadanos que laboraban y se arriesgaban por conseguir mejores condiciones de vida para todos.

De ahí vino su admiración y su afecto por gente entrañable del Puerto como el abuelo Elías Villalba, por la seriedad de compromiso de José María Penalba, y con Miguel Lluch, el querido tío Miguel y su continuo método dialéctico para superar y mejorar esta sociedad. Recuerdas Juan cuando exclamabas: «¡Qué bien me ha hecho conocer a estas gentes!, ¡Cómo me han cambiado!»

Mientras ejercía su apostolado social, estudió y alcanzó a graduarse como ATS, pues quería ganarse el sustento con su propio trabajo.En los períodos de vacaciones siempre estaba viajando para trabajar y ser uno más entre los oprimidos y aportarles su esfuerzo y su compañía.

Ejercía sus conocimientos para ayudar casi desde la clandestinidad, era un sabio en la penumbra, no tenía ansia por figurar ni protagonizar. Su capacidad de lectura era legendaria. Igual disfrutaba leyendo a Erasmo de Rótterdam que los artículos de Carandell en Triunfo que a Fray Luis de León.

Su cultura era inmensa, casi tanto como su corazón. Nunca defraudó a su madre cuando esta le dijo: «Hijo mío, no me sabría nada tan mal como que fueras un pesetero y no ayudaras a cualquier pobre que se te cruzase en el camino». En este caso, la semilla había germinado en tierra fértil.

Ahora que el rumor de las olas del mar se ha acallado, que el silencio nos invade con su amargura, ahora buscamos en los pliegues de nuestra alma para encontrar el refugio de esas ausencias. Son ellos, esos que dicen ausentes, los que nos han ido modelando como seres humanos para ayudarnos a rebasar la mediocridad de los inanes, difundiendo con su ejemplo la auténtica generosidad de los gigantes.

Por todo ello, nos parecen justas y las más adecuadas para despedirnos del querido amigo Juan las palabras del Premio Nóbel José Saramago: «Guardaré en la memoria al amigo, al camarada. Para esto sirve la memoria, para conservar vivos a los que lo han merecido, el recuerdo de un hombre bueno. Que es, al final de todas las cuentas, lo único que vale la pena haber sido».

Estimat i benvolgut amic i company Joan Camarena, moltes gràcies per tot!!!

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