No forma parte del grupo de mejores películas de los hermanos Ethan y Joel Coen, de aquel que integran auténticos clásicos del cine actual y que han convertido a ambos en auténticos estandartes del séptimo arte, pero sí tiene virtudes y motivos más que suficientes para interesar y fascinar ocasionalmente al público.

Lo que nos regalan con esta cinta es una especie de crónica nostálgica y pintoresca del Hollywood de los años cincuenta a través de las vicisitudes que vive a diario un personaje peculiar, un especie de gerente cuya misión no es otra que resolver todos los problemas que surgen a diario en los estudios, superando las dificultades de cualquier tipo que impidan o que alteren algún rodaje. Para ello los dos cineastas, responsables también y como siempre del guión, se amparan en la comedia, aportando motivos que oscilan entre lo encantador y lo divertido.

Carece, por tanto, de la trascendencia de otros títulos suyos, si bien des- prende un delicioso aroma que nos sitúa en un entorno genuinamente cinematográfico. Son los años todavía de la inocencia, aunque ya habían estallado temas como el de las listas negras y el de la Caza de Brujas, de forma que el idílico panorama que definía este ámbito se oscurecía al compás de la irrupción de la guerra fría. Y a este respecto las secuencias del final con el submarino ruso emergiendo de las aguas y la creciente fobia anticomunista son elocuentes.

Pero hasta llegar hasta allí el asunto más delicado que vive el protagonista, Eddie Mannix, no es otro que el supuesto secuestro del actor más popular del momento, y por el que los que se hacen pasar por responsables solicitan el consiguiente rescate.

Se trata de Baird Whitlock, que está rodando una película sobre Jesucristo y su época incorporando a un centurión cada vez menos escéptico con la fe cristiana. Acumulando anécdotas diversas e ingeniosas, la cinta adquiere su verdadero sentido dando paso a los sucesivos homenajes al género de moda del momento.