La semana pasada se hizo pública información real sobre los resultados de este primer año de crisis económica y financiera en la Comunidad Valenciana. Se pueden describir con el mismo formato y tendencia que los beneficios bancarios en los buenos tiempos: 100.000 parados más que hace un año, con un incremento del 50% (en la provincia de Castelló, el 100%). Son datos estadísticos ciertos y palpables, nada que ver con el de las cien mil uvepeó que blandieron Camps y Blasco para ganar elecciones. Son otros cien mil parados que se suman a los doscientos mil ya existentes, que duermen mal, están deprimidos o muy preocupados, carecen de medios económicos y cuya situación improductiva pesa sobre su propia autoestima, la economía familiar y la pública. Son cien mil víctimas más (por ahora) reales y no virtuales de una crisis creada por los que no sufrirán sus consecuencias, puede incluso que se beneficien de ella y que nunca irán al paro.

Sería injusto y faltar a la verdad hacer recaer la responsabilidad de este desastre social sobre las espaldas de la Administración regional y sobre los promotores locales y los bancos y cajas de ahorros regionales. Ellos no lo provocaron y de algún modo también son víctimas del tsunami internacional. Pero aunque no se trata de volver la vista atrás, sí debemos recordar hasta que se nos quede bien grabado cómo hemos llegado a esta situación de condena laboral para cien mil ciudadanos más (¿quién les va a rescatar e ellos?) y evitar que vuelva a ocurrir. Y lo cierto es que los ciudadanos no pueden sentirse muy satisfechos del trabajo de sus gobernantes autonómicos, que aun conociendo la alternancia implacable de los ciclos económicos, no fueron capaces de administrar con sentido común en los buenos tiempos (a pesar de los muchos avisos recibidos), tomando las decisiones adecuadas para poder enfrentarse a los problemas que fueran a surgir cuando la tortilla económica diese la vuelta.

Ha llegado el momento (estamos iniciando la travesía del desierto) y nos encontramos con las arcas públicas vacías y una Administración autonómica endeudada hasta el límite legal, maniatada por unos vencimientos de deuda e intereses crecientes y sin margen de maniobra para actuar frente a esta tormenta perfecta (la propuesta de hacer una minicumbre contra la crisis con los partidos, sindicatos y patronales está hueca).

La prueba la hemos visto en los presupuestos de 2009, que han sufrido recorte de gastos, pero no generado inversiones capaces de crear empleo. Es lícito preguntarnos para qué han servido eventos coloristas y carísimas obras emblemáticas si los que debían velar por los intereses generales no han guardado en la récamara recursos para limar en lo posible la arista más lacerante de la crisis, el paro. Ojalá que el futuro Open de Tenis, la segunda edición de la F-1 o la Copa América sirvan para ello, pero es improbable. Y no hay más.

Tampoco podemos sentirnos cómodos con los dos sectores situados en el núcleo duro de la crisis. Nuestra industria inmobiliaria hinchó su codiciosa burbuja hasta que reventó, llevándose por delante todo lo que tenía de bueno, su efecto locomotora sobre la industria, la economía y el empleo. Un daño colateral que podría haberse minimizado con una gestión más sensata. Por su parte, los ejecutivos bancarios dirigieron con mano firme bancos y cajas de ahorros hacia su propia burbuja financiera y su estallido final. Ahora no confían entre ellos, desconfían hasta de sus clientes y están prácticamente discapacitados para desempeñar su elemental función social, gestionar el ahorro ciudadano para engrasar la maquinaria económica. Dedican cualquier recurso que captan al pago y devolución de los enormes compromisos adquiridos alocadamente en lugar de invertirlos en financiar a las grandes y pequeñas empresas para mantenerlas a flote y con ellas a sus empleados y sus familias. A las agencias de rating no les tiembla el pulso para rebajar las calificaciones bancarias (debía haberles temblado hace años, cuando las elevaban a sabiendas de que algunas eran incorrectas), en otros tiempos aireadas con altivez y hoy camufladas bajo la alfombra de la «actualización».

Dejaron de lado, financieros y promotores, que por encima del dividendo se encontraba el bienestar de la mayoría y no correspondieron al respeto y los privilegios que la sociedad les concedió como pago a la función social que de ellos se esperaba. Debían ser eficaces sin interrupción, no sólo cuando las cosas funcionaban por sí solas. Pero estemos tranquilos, porque, salvo un cataclismo, los problemas se irán solucionando.

Con el bolsillo de todos repondremos los cristales rotos, rescataremos y avalaremos a los bancos y financiaremos lo que sea necesario para que las administraciones públicas, la industria inmobiliaria y el sistema financiero vuelvan a crear riqueza para todos. El esfuerzo y la paciencia marcarán el retorno a la estabilidad. Pero por el camino, al menos, esperamos de tan ineficientes pilotos que nunca más vuelvan a sentirse ni comportarse como si fueran los amos del universo. Y depositemos nuestras esperanzas en la reunión que esta semana comienza en la nación Obama.